lunes, 3 de febrero de 2014

Rarezas constitucionales

Febrero/2014
Nexos
Viridiana Ríos 

De la Constitución mexicana originalmente escrita y promulgada en 1917 queda muy poco. El 80% de los artículos constitucionales originales han sido modificados un promedio de cinco veces cada uno (Cámara de Diputados, 2013). Es una Constitución que ha sido modificada dos veces más que cualquier otra constitución democrática del mundo (Lorenz, 2008).
La Constitución ha sufrido un total de 561 reformas (Cámara de Diputados, 2013).1 Sólo 27 de los 136 artículos constitucionales han permanecido sin cambios, esto es: sólo el 19% del texto constitucional permanece así, tal como fue concebido.2
Es de las constituciones más viejas de América Latina en vigor, pero es la que más veces ha sido reformada (Nolte, 2011), en promedio una vez cada dos meses, el doble que en Colombia, cuatro veces más que en Chile, y al menos ocho veces más que en Uruguay, Argentina y Bolivia (Nolte, 2012). Mientras que el promedio de reformas constitucionales en países democráticos estables es de 5.8 por año de 1993 a 2002, en México dicho promedio ha sido de 11.6 (Lorenz, 2005).
El número de reformas creció notoriamente desde 1982, durante el gobierno de Miguel de la Madrid. Antes de 1982, en promedio cada presidente promulgaba sólo 16 reformas. De 1982 en adelante el número casi se cuadriplicó para alcanzar un promedio de 60 reformas por presidente (Cámara de Diputados, 2013).
El presidente que más reformas ha aprobado es Felipe Calderón: 110, una de cada cinco reformas constitucionales de toda la historia de la Constitución mexicana. Su inmediato seguidor es Ernesto Zedillo, quien aprobó 77 reformas y luego el propio De la Madrid, con 66 (Cámara de Diputados, 2013).
En su primer año, Enrique Peña Nieto ha aprobado 21 reformas. En sólo un año ha reformado la Constitución más de lo que el 56% de los presidentes mexicanos la reformaron durante todo su sexenio (Cámara de Diputados, 2013). De Lázaro Cárdenas a Gustavo Díaz Ordaz, nadie modificó la Constitución en seis años más de lo que Peña Nieto lo ha hecho en sólo uno.
Sin embargo, pese al alto número de reformas aprobadas por el actual presidente, si el ritmo reformista permanece, Felipe Calderón habrá aprobado más reformas durante su sexenio de lo que Enrique Peña Nieto hará en el suyo.3 Considerando los últimos cinco presidentes de México (1982-2012), el 20.4% de las reformas suelen aprobarse en los primeros 13 meses del sexenio (Cámara de Diputados, 2013). A este ritmo las 21 reformas aprobadas en el primer año de Enrique Peña se traducirían en 103 reformas sexenales totales. Ello lo convertiría en el segundo presidente de México con mayor número de reformas aprobadas, pero no en el primero.
El más intenso periodo de reforma constitucional de la historia no fue liderado ni por Felipe Calderón ni por Enrique Peña Nieto, sino por el subrepticio campeón de la reforma: Ernesto Zedillo. En diciembre de 1994 Zedillo aprobó 27 reformas constitucionales (Cámara de Diputados, 2013), equivalente al 4% de todos los cambios que la Constitución ha experimentado en sus mil 152 meses de vida. Fueron reformas relacionadas con el Poder Judicial y la impartición y procuración de justicia, que redujeron el número de ministros de la Suprema Corte de Justicia, modificaron el mecanismo de nombramiento de ministros y del procurador general de la República, crearon el Consejo de la Judicatura Federal e incorporaron importantes figuras legales como la controversia constitucional, la acción de inconstitucionalidad, y el no ejercicio de la acción penal.
En términos generales, los años con mayor número de reformas han sido 1993, 1994 y, un poco inesperadamente, 2011, con 31 reformas aprobadas por año (Cámara de Diputados, 2013). El trabajo legislativo realizado en estos años equivale a tres veces el trabajo legislativo realizado entre 1945 y 1961. En 2011 la mayoría de las reformas se refirieron a asuntos de derechos humanos.
Las reformas constitucionales se han concentrado dramáticamente en cambiar y volver a cambiar los mismos artículos. Tan sólo el artículo 73 ha sido reformado 69 veces, más de una vez cada año y medio. El artículo 123 se cambia en promedio cada tres años y el 27 cada cuatro. De hecho, tan sólo 10 artículos han causado el 36% de todas las reformas constitucionales en los últimos 96 años4 (Cámara de Diputados, 2013). Si no se consideran esos 10 artículos en el conteo de reformas constitucionales, el número de reformas promedio que ha sufrido cada artículo desde 1917 bajaría de cinco a sólo 3.6 veces.
Ahora bien, en términos de cuándo decide cambiarse la Constitución, la evidencia es bastante clara: al Poder Legislativo le gusta aprobar reformas de último momento. El final de los periodos de sesiones el que más reformas tiene. Un total de 114 reformas han sido aprobadas en diciembre y 96 en agosto, lo que significa que el 37% de todas las reformas constitucionales ha sido aprobado en sólo estos dos meses del año (Cámara de Diputados, 2013). En mayo y enero, en cambio, casi no hay movimiento. En 96 años de vida, la Constitución sólo ha sido modificada ocho veces en mayo. Desde hace 22 años no se ha aprobado una sola reforma constitucional en el mes de enero.
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El hecho de que la Constitución mexicana sea tan cambiante es inesperado, pues el diseño legal en nuestro país es mucho más renuente al cambio que la mayoría de los países latinoamericanos (Noltec, 2012).5 Reformar la Constitución en México requiere vencer al menos tres condiciones, y aprobar el cambio por mayoría calificada en el Congreso local y por mayoría simple en todos los Congresos estatales. En América Latina, el procedimiento promedio sólo requiere pasar dos vetos y la aprobación por mayoría calificada. En un índice de 0 a 10, los expertos califican a México como 7 en su dificultad de reforma, y a América Latina como 4.6
Sin embargo, si bien la Constitución mexicana es cambiante, ésta ha sido increíblemente longeva. En América Latina, en promedio ha habido 5.7 constituciones por país durante la mayoría del siglo XX. México sólo ha tenido dos en el mismo periodo: la de 1857 vigente hasta 1917 y la de 1917. (Negretto, 2008). Venezuela, en cambio, ha tenido una Constitución nueva en promedio cada seis años, Ecuador cada 12 y Nicaragua cada 13 (Negretto, 2008). En el mundo las constituciones cambian en su mayoría cuando han cumplido 20 años, en México las constituciones duran en promedio 71 años (Elkins et al., 2008; Nolte, 2012). En América Latina, los cambios se dan cada 28 años (Negretto, 2008).
En general, la Constitución mexicana cambia mucho pero siempre en los mismos lados. Cambia abruptamente, pero es longeva. Cambia a pesar de que su diseño constitucional lo inhiba. Es un animal digno de reflexión y estudio.
Referencias
Cámara de Diputados. Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, disponible en: http://www.diputados.gob.mx/LeyesBiblio/pdf/1.pdf. Fecha de consulta: 11 de enero de 2013.
Elkins, Zachary, Ginsburg, Tom, Melton, James (2010): The Comparative Constitutions Project: A Cross-National Historical Dataset of Written Constitutions. Survey Instrument.
Lorenz, Astrid (2005): “How to Measure Constitutional Rigidity. Four Concepts and Two Alternatives”, Journal of Theoretical Politics 17.3, pp. 339-361.
Negretto, Gabriel L. (2008): The Durability of Constitutions in Changing Environments: Explaining Constitutional Replacements in Latin America, Helen Kellogg Institute for International Studies.
Nolte, Detlef (2011): Reformas constitucionales en América Latina en perspectiva comparada: La influencia de factores institucionales. Manuscrito, marzo.
Rasch, Bjørn Erik y Roger D. Congleton (2006): “Amendment Procedures and Constitutional Stability”, Democratic Constitutional Design and Public Policy: Analysis and Evidence, MIT PRESS, p. 319. £

1 Si se consideran fe de erratas, reformas a artículos transitorios y aclaraciones, el número total de reformas de 1917 a 2013 asciende a 573 (Cámara de Diputados, 2013).
2 Los artículos que no han sido reformados son 8-9, 12-13, 23, 38-39, 47, 50, 57, 62, 64, 68, 80-81, 86, 91, 118, 120-21, 124-26,128-29, 132 y 136.
3 Esto no significa que las reformas de Calderón sean más relevantes. Sólo quiere decir que el número total de artículos reformados será menor de 2013 a 2018 de lo que lo fue de 2007 a 2012, probando que, de hecho, hacen falta pocas reformas para generar vastos cambios.
4 Estos artículos son (ordenados de mayor a menor número de cambios) el 73, 123, 27, 74, 89, 107, 115, 4, 79, 94, 76 y 97.
5 Algunos politólogos predicen que el cambio constitucional se presenta más en estados federales que cuentan con pocos vetos legislativos (Rasch y Congleton, 2006), cuando existe diversidad partidista en el congreso (Nolte, 2012), y cuando las constituciones son o muy jóvenes o muy viejas (Lorenz, 2008).
6 De acuerdo con esta calificación, la Constitución más dificil de modificar en América Latina es Chile con una calificación de 9.5 en promedio (Nolte, 2012)


Nada que celebrar

Febrero/2014
Nexos
José Ramón Cossío Díaz

Una de las características del pensamiento jurídico mexicano fue y es el poco tratamiento jurídico de la Constitución. Puede parecer curioso que quienes por definición debieran hacer de ese texto y de sus normas objeto de trabajo, estuvieran y estén dedicados a construir explicaciones de distintos fenómenos alrededor de la Constitución, pero no del sentido y alcance de sus normas. Sin embargo así fue. Hubo quienes suponiendo realizar una actividad jurídica reseñaron los movimientos insurgentes o revolucionarios que llevaron al establecimiento de las constituciones vigentes en los siglos XIX y XX. Hubo quienes, afanándose aún más por los orígenes, se dieron a la tarea de comentar los supuestos políticos de los procesos constituyentes o, también, de las teorías políticas que de un modo u otro determinaron nuestra organización jurídica. Hubo quienes pretendieron establecer las peculiaridades del movimiento mexicano, algo así como un constitucionalismo autóctono original o, al menos, muy originario. Hubo quienes encontraron en las sucesivas reformas constitucionales una especie de filosofía de la historia, marcado por un necesario y continuado devenir en etapas de creciente democracia, igualdad y progreso, todo ello enmarcado en un nacionalismo único e irrepetible. Hubo quienes, y aquí sí fueron muchos, con precisión considerable dieron cuenta de las reformas constitucionales casi con la misma claridad y detalle que el texto aparecido en el Diario Oficial.
Sin embargo y más allá de las intervenciones apuntadas y que, al menos tuvieron el mérito de la descripción, hubo ejercicios más delicados y comprometedores. Aludiendo a la variedad de sentimientos que les despertaba la Constitución y requiriendo por ello la búsqueda de sus esencias, varios juristas terminaron sustituyendo al texto por las decisiones que estimaron en algún momento y de algún modo llevaron a crearlo. Lo que las normas constitucionales dispusieran no tenía importancia ni sentido entenderlas jurídicamente. Desde esa perspectiva, lo relevante era identificar lo que en el momento constituyente o, mejor aún, durante el proceso revolucionario, hubiera sido determinante, pues la acción misma daba sentido al texto y a sus normas, pero no a la inversa. Leer el texto era, entonces, el modo en el que resultaban comprobables las decisiones que hubieran orientado el proceso revolucionario y determinado el contenido constitucional. Identificar las llamadas “decisiones políticas fundamentales” fue la clave de entendimiento de la Constitución.
El buen constitucionalista era aquel que interpretando los orígenes revolucionarios del texto supo jugar con este último a fin de demostrar la relación entre Revolución y texto; es decir, quien supo hacer de la Revolución Constitución y de la Constitución Revolución. Sin embargo, como el régimen se proclamó también Revolución, mejor constitucionalista fue quien pudo hacer de la Constitución régimen y del régimen Constitución. Supremos juristas fueron quienes pudieron unificar la Revolución, la Constitución y el régimen, darle a todo ello un sentido histórico definido y generar un horizonte de progreso continuado realizable con cada acto cotidiano de gobierno.
Ejercicios como los acabados de apuntar podrían explicarse de algún modo y para algunos, por los tiempos en que fama y gloria pasaban también por el régimen, pero difícilmente pueden justificarse hoy. Con independencia de si estudios como ésos siguen haciéndose o si, al menos, se realizan con mayor pudor, lo cierto y relevante es el mantenimiento de la condición no-jurídica de los estudios constitucionales. Es verdad que no asistimos ya a la obviedad de citar, como hasta no hace mucho, a Carl Schmitt, pero sí a la de estimar que como las explicaciones jurídicas no son suficientes para dar cuenta de los fenómenos jurídicos, lo mejor es tratarlos como fenómenos no-jurídicos. Parte del problema radica en la consabida y redituable labor de escribir libros para transcribir textos normativos, con lo cual se logra, además del premio de la publicación, la posibilidad de sentenciar que como con esa forma de explicación realmente no se explica al derecho, lo mejor es abandonar la explicación jurídica y tratar de encontrar como remedo de ella las causas o los efectos de las normas, desde coordenadas consideradas, con laxitud, como políticas.
Dejando de lado la sociología de la profesión, interesa destacar dos importantes consecuencias que acarrea la explicación no-jurídica de la Constitución. A la primera de ellas la denominaré de orden cultural. Si los juristas o si, en general, quienes trabajan con la Constitución, no se la representan y explican en términos jurídico-normativos e imponen a la sociedad un entendimiento de ese tipo, es difícil suponer que la sociedad misma y sin más asumirá ese entendimiento. A su vez y si la falta de aceptación normativa produce que lo establecido en ella no sea entendido como un espacio de racionalidad jurídica, la Constitución queda reducida a mero espacio simbólico o político. Con esa forma de proceder se pierde la posibilidad de establecer un ámbito privilegiado de arreglo y conducción de una gran cantidad de asuntos sociales, sin más, del tan traído y tan llevado Estado constitucional o, más básicamente, del Estado de derecho. Por ello, lo que haya que resolver tendrá que hacerse en las arenas de la negociación oligárquico-partidistas y, una vez logrado el acuerdo, buscar la norma como medio de certificación de lo alcanzado. La negación de la juridicidad del texto produce, simultáneamente, la falsa idea de que se está actuando dentro del imperio del derecho y, sin embargo, ante la posibilidad de jugar fuera de las condiciones de racionalidad y control que suelen venir aparejadas a él.
La segunda consecuencia del abandono a la juridicidad constitucional la llamaré de orden técnico. Al no asumirse tal juridicidad, se deja de entender que las normas de la Constitución son elementos iniciales y determinantes del resto de las normas mediante las cuales pretenden regularse una enorme cantidad de conductas sociales. Por el modo en que nuestro orden jurídico está estructurado, lo establecido en la Constitución es sólo el inicio de largas y complejas cadenas normativas. Leyes, reglamentos, acuerdos, licencias, concesiones o sentencias, por ejemplo, dependen de diversas maneras de lo establecido en el texto constitucional. Hasta aquí y con gran ignorancia, pudiera parecer que todo lo dicho es un problema de legisladores o, en general, de autoridades o de abogados, por lo que sólo a ellos debieran interesar tales temas. Sin embargo, como las acciones específicas que día a día deban llevarse a cabo en varios ámbitos sociales dependen del correcto desarrollo normativo, debieran ser del interés y la incumbencia de todos. Contratos, inversiones, salarios, empleos, paternidades, procesos, años de prisión, etcétera, dependen en mucho del modo como se haya construido la norma constitucional, de cómo se entienda ésta y de cómo se haya desarrollado en el resto de las normas del orden jurídico. Finalmente, lo que los órganos democrático-representativos hayan pretendido asignar como bienes, premios o castigos, estará determinado por actos fundados, en última instancia, en los textos constitucionales.
En tres años nuestra Constitución cumplirá su primer siglo de vigencia, con independencia de sus muchos huecos, parches o contradicciones. Por tal motivo, se harán numerosos homenajes al símbolo, al texto, a sus redactores y a sus comentadores, a todo aquel que por acción u omisión hubiera tenido algo que ver con ella. La efeméride es un buen momento para preguntarnos cómo es que la entendimos, la entendemos y la vamos a entender. ¿Como texto dotado de vida prácticamente natural? ¿Como gloria nacional? ¿Como marco regulatorio de algunas de nuestras relaciones sociales? ¿Como marco exclusivo de los derechos humanos? ¿Como qué? En todo caso y más allá de los predecibles borlotes, sea para mantenerla, ajustarla o darle republicana sepultura, es necesario reflexionar colectivamente sobre lo que la misma ha implicado y debiera implicar en cuanto a lo que de suyo debiera ser: una norma jurídica. Un conjunto de reglas de conducta mediante las cuales se determinan los límites a las actuaciones de los titulares de los órganos estatales, se defina el papel del Estado en la economía, se identifique el territorio nacional y el modo de distribuir el poder en él o se establezca la forma de gobierno y las atribuciones de los poderes públicos.
Del análisis podría concluirse que sería bueno regular las conductas y orientar buena parte de las posibilidades de relaciones sociales mediante la racionalidad del derecho, y no mediante la fuerza de la política o del poder económico, simplemente y para no ir más lejos, porque el derecho puede tener un origen y un control democrático. En caso de arribarse a tal conclusión, tendría que asumirse que la Constitución es una norma jurídica y no la mera suma de decisiones políticas fundamentales, un mero proyecto político y social, o la expresión de la metafísica al uso. Si se asumiera tal composición normativa, sería adecuado admitir que el trabajo con normas suele hacerse desde la perspectiva jurídica. Si las anteriores reflexiones fueran puestas en marcha, sería más fácil entender que con independencia de que las decisiones sobre el contenido de las reformas constitucionales corresponden a los representantes electos, éstos no pueden trabajar en el vacío, ni suponer que su legitimación democrática es sinónimo de sabiduría. También haría entendible para ellos y para todos, que tal actuar debiera estar determinado por una serie de conocimientos jurídicos (y, desde luego, no jurídicos) de los que en muchos casos carecen y que, sin embargo, y con base en ellos, actúan, benefician o lastiman.
El que alguien piense que con el derecho y, en lo que aquí interesa, con la Constitución, puede hacerse cualquier cosa pues para eso estuvo el superrégimen y para eso llegó la democracia, no es sólo reprochable a quien así lo asuma. De manera más general, es un problema derivado de la falta de controles de muy diverso tipo que también nos caracteriza. En cuanto a la Constitución, en parte es la consecuencia de haber pensado y seguir pensando que tiene el valor de la hoja en que está escrita, que toda ella es reducible a decisiones políticas fundamentales, o que su única función es garantizar derechos humanos. En otros términos, es atribuible a los juristas y a quienes estando en la profesión no seamos capaces de comprender ni transmitir la función social de ella o, más en general, del derecho mismo.
Como recomendaba O’Gorman respecto de la Historia, no se trata de regañar aquí a los muertos ni de juzgar a los muy vivos. Simplemente se trata de proponer un cauce distinto para propiciar el entendimiento jurídico de la Constitución. Con ello, tal vez podríamos no celebrar a la Constitución y a lo que de ella se ha escrito en lo que nada tiene de celebrable. Con ello, también quizá, podríamos tratar de evitar la perpetuación del mal estado de cosas en que nos encontramos. Entender a la Constitución como norma jurídica no es suficiente para resolver muchos de nuestros problemas, pero sí parece un principio necesario para comenzar a ordenar los posibles caminos de solución a muchos de ellos.

¿Por qué no una nueva Constitución?

Febrero/2014
Nexos
Miguel Carbonell 

En cada legislatura del Congreso de la Unión se presentan más de mil iniciativas de reforma constitucional. Tal parece que todos los legisladores que llegan a ejercer el cargo quieren dejar su huella en el texto constitucional mediante alguna reforma, pensando que de esa manera pasarán a la historia y su nombre será recordado por generaciones y generaciones de agradecidos mexicanos.
Dicha postura no solamente es ingenua, sino también bastante perversa ya que a ella le debemos el resultado de tener una de las constituciones más reformadas del mundo y también una de las más detallistas y prolijas.
La teoría constitucional nos indica que una Constitución debe contener los principios básicos de la organización del poder público y el catálogo de derechos fundamentales de todas las personas que habitan en el territorio de un país. Nuestros legisladores, por lo visto, no se han enterado de eso y le han añadido al texto cuestiones tan poco esenciales como las siguientes: parques y jardines, drenaje y alcantarillado, los rastros (es decir, los establecimientos en los que se sacrifica al ganado para consumo humano), la cerveza y hasta el tradicional aguamiel. Todo eso y muchas cosas más que se podrían citar tienen en México rango constitucional, por ocurrencia de algún legislador cuyo nombre ya nadie tiene presente, pero cuya osadía e ignorancia nos heredó una Constitución marcadamente hipertrofiada.
Uno podría pensar que esos despropósitos pertenecen al pasado y que quizá hayan sido producto de una clase política iletrada, como la que gobernó México durante buena parte del siglo XX. Pues no. Resulta que el “ensanchamiento” constitucional prosigue y no parece arrojar signos de agotamiento alguno. Por el contrario, las últimas reformas han continuado añadiendo temas completamente ajenos a lo que debería ser un texto fundamental.
Por ejemplo, la reforma en materia de telecomunicaciones publicada en junio de 2013 añadió un largo listado de requisitos para poder ser nombrado como integrante de los órganos reguladores en la materia. Y uno se pregunta si eso no debería estar en una ley y no en la Carta Magna. ¿Se imagina el lector que la Constitución española de 1978 enunciara los requisitos para formar parte de la Agencia de Protección de Datos de ese país o que la legendaria Constitución de Estados Unidos hiciera lo mismo para el caso de la Federal Communications Commision?
Un caso parecido sucede con la reforma energética que, como lo ha señalado Diego Valadés, contiene seis mil 900 palabras, de las cuales más de seis mil están en los más de 20 artículos transitorios del decreto respectivo, que detallan hasta un nivel absurdo cuestiones relacionadas con los tipos de contrato que pueden existir y la forma en que se va a pagar a los particulares que participen en el sector energético mexicano.
Faltan tres años para que la Constitución llegue a ser centenaria. Creo que se trata de una oportunidad fabulosa para que entre todos nos preguntemos sobre el tipo de Constitución que queremos y sobre el papel que necesitamos que juegue en el presente y el futuro del país.
Una Constitución que todo el tiempo se está reformando y que contiene una regulación minuciosa y detallada de un sinfín de temas genera más problemas que soluciones, ya que por un lado dificulta a los ciudadanos su conocimiento (uno tiene que comprar un nuevo ejemplar de la Constitución cada mes y medio, si quiere mantenerse más o menos al día), y por otra parte hace muy compleja la interpretación judicial, ya que los operadores de nuestro sistema jurídico no pueden orientarse a partir de grandes principios, sino que tienen que acatar órdenes minúsculas que en no pocas ocasiones ni siquiera están bien redactadas.
¿Qué hacer ante este contexto tan poco alentador? Hay dos escenarios que no solamente veo como posibles, sino que creo que son los más deseables. Una vez que se han aprobado muchas de las reformas estructurales, podría decretarse de facto una moratoria en materia de cambios constitucionales para que se le diera a la Constitución un respiro hasta febrero de 2017. Podríamos aprovechar este periodo de tres años para estudiar a fondo el texto vigente y sacarle todo el provecho que puede arrojar, mientras pensamos sobre lo que queremos en términos constitucionales una vez que lleguemos a esa fecha.
El segundo escenario es más complicado políticamente, pero tarde o temprano tendremos que enfrentarlo: si las continuas reformas pudieran hacernos suponer que el contenido de la Constitución por una u otra causa no nos sirve, no nos resulta funcional o simplemente no nos agrada, quizá sea tiempo de ir vislumbrando una opción de reemplazo radical de sus contenidos a través de la convocatoria a un Congreso Constituyente. Muchos países de América Latina han realizado ejercicios semejantes en las décadas recientes y el resultado ha sido en su mayor parte positivo. ¿No es mejor repensar en su conjunto el contenido que queremos que tenga la Constitución en vez de seguir por la senda de los pequeños cambios casi semanales con que nuestros legisladores siguen moldeando sus normas?
En todo caso, lo que nadie debe dudar es que no hay alternativa alguna a la forma del Estado constitucional de derecho que hemos adoptado en México. La Constitución, corta o larga, general o detallista, llegó a la historia del país para quedarse. Quizá ese solo motivo ya valga la pena celebrarse.

Magna y manirrota

Febrero/2014
Nexos
Isaac Katz 

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece varios derechos que tenemos los mexicanos como son la libertad de manifestación de ideas, la de asociación, la del voto libre y secreto y la de creencia religiosa, mismos que son un elemento esencial en un régimen democrático y liberal y que no requieren mayor intervención por parte del gobierno más que para protegerlos y garantizarlos. Existen, sin embargo, otro tipo de derechos, estos de carácter positivo, que sí representan una carga directa sobre las finanzas públicas y que están plasmados en los artículos 3 y 4 constitucionales.
A lo largo de los años a nuestra Constitución se le han ido agregando varios de estos derechos, en muchas ocasiones por ocurrencia de algún legislador o partido político representado en el Congreso y que en las más de las ocasiones es aprobado sin mayor trámite por considerarse como un “buen” objetivo o ser “políticamente correcto”, sin siquiera tomar en consideración su impacto sobre las finanzas públicas, el gasto que representaría validar tal o cual derecho y de dónde provendrían los recursos para financiarlo.
El artículo 3 establece el derecho de todos los individuos a recibir educación, así como la obligación del gobierno de proveer este servicio desde la educación preescolar hasta la de educación media superior y pudiendo impartir, además, educación superior. Adicionalmente, el propio artículo establece que toda la educación que el gobierno imparta será gratuita. Para 2013, del presupuesto federal programable en el ramo educativo fue de 592.5 miles de millones de pesos, representando 18% del gasto total. Independientemente de la mala calidad de la educación que se provee, como lo muestran los exámenes directamente aplicados a los maestros, así como los resultados de las pruebas estandarizadas ENLACE y PISA, es claro que el presupuesto gubernamental asignado a la educación es insuficiente, sobre todo al considerar que, comparado con los demás países de la OCDE, estamos por debajo de la media tanto en el porcentaje del gasto total asignado a este rubro como en el gasto por alumno, además de que hay que destinar más recursos a la inversión educativa, tanto en la capacitación de los profesores como en escuelas y su equipamiento, aun considerando el incremento de 7% en términos reales en el presupuesto de 2014.
Pero vámonos al artículo 4 constitucional, el cual es una “belleza” y simultáneamente un grave peligro. En este artículo están incluidos varios derechos que de ser efectivamente demandados por la población, estando el gobierno obligado a validarlos, tal como lo ha establecido la Suprema Corte de Justicia de la Nación, llevaría a la quiebra al gobierno y al país. Veamos cuáles son estos derechos y la fecha en que fueron incluidos en la Constitución.
Toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad. El Estado lo garantizará (13 de octubre de 2011).
Toda persona tiene derecho a la protección de la salud (3 de febrero de 1983).
Toda persona tiene derecho a un medio ambiente sano para su desarrollo y bienestar. El Estado garantizará el respeto a este derecho (8 de febrero de 2012).
Toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal en forma suficiente, aceptable y asequible. El Estado garantizará este derecho… (8 de febrero de 2012).
Toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa. La ley establecerá los instrumentos y apoyos necesarios para alcanzar tal objetivo (7 de febrero de 1983).
Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia… (30 de abril de 2009).
Toda persona tiene derecho a la cultura física y a la práctica del deporte. Corresponde al Estado su promoción, fomento y estímulo…. (12 de octubre de 2011).
Y a éstos hay que agregar, de reciente creación, el derecho a una pensión mínima garantizada para aquellos individuos que no cuenten con una pensión formal (IMSS o ISSSTE) y, en el artículo 123, el derecho a un seguro de desempleo, mismos que estarían vigentes a partir de 2014, financiados ambos de la recaudación general.
Y así, para 2014, el presupuesto asignado a protección ambiental, vivienda y servicios a la comunidad, salud, recreación, cultura y otras manifestaciones sociales y protección social representa el 40% del gasto programable total del sector público.
El presidente Enrique Peña Nieto ha adelantado la propuesta de transitar hacia un sistema de seguridad social universal que incluiría acceso a los servicios públicos de salud, seguro de desempleo y pensión mínima garantizada que se estima, plenamente instrumentada, tendría un costo de alrededor de seis puntos porcentuales del PIB y simplemente no hay cómo financiarlos con la estructura tributaria actual y menos aún si la economía no crece de manera sostenida a tasas anuales de alrededor de 6% y se crean aceleradamente empleos formales.
No se nos puede olvidar que construir y financiar un Estado de bienestar es sumamente costoso y que siempre alguien paga y que el principal costo es una menor eficiencia en la asignación de recursos y un menor crecimiento económico. El ejemplo europeo es, al respecto, un buen indicador.

Constitución sin constitucionalistas

Febrero/2014
Nexos
Saúl López Noriega 

Criticar un texto constitucional exige revisar la manera en cómo se piensa ese manojo de reglas que se conoce como Constitución. La suerte de un proyecto constitucional, es decir, su diseño e implementación, dependen en buena medida de cómo se lee esa norma jurídica suprema de las democracias modernas. ¿Cuál es su principal utilidad? ¿Cómo exprimir lo mejor de sus disposiciones? ¿Cuándo realizar ajustes a su diseño? ¿De qué manera interpretarla? Las respuestas a esas y otras preguntas están atadas a la idea que se tenga de la Constitución: fuente inagotable de cursilería nacional, símbolo legitimador de un grupo en el poder, campo de batalla de rencillas políticas menores, papeleta de trámites administrativos o, más bien, instrumento jurídico cuya función medular es resolver los problemas derivados del reto de asir el poder y procesar el pluralismo de la sociedad.
Es cierto: hoy en día existen variopintos diseños constitucionales, algunos incluyen una batería de derechos diseñados a partir de las lógicas individual, social y comunitaria; otros apuestan por un federalismo construido con el propósito de respetar las diferencias étnicas, lingüísticas y/o culturales de una nación; y no pocos se han preocupado por implementar sistemas electorales que impidan que los resortes del poder mediático y económico definan los saldos de las elecciones. Sin embargo, un ingrediente característico de la narrativa constitucional consiste en entender a la Constitución como una herramienta. Un recipiente institucional relleno de múltiples valores que se debe operar —reformar, interpretar y aterrizar mediante legislaciones secundarias— con un objetivo muy puntual: solucionar dificultades.
En efecto, una de las perspectivas clave que define el rostro de cualquier proyecto constitucional exitoso es aquel que ve a esta norma jurídica como un utensilio que a lo largo de un amplio arco de tiempo podrá sortear vicisitudes no menores para la sociedad. Y que justo en su carácter de herramienta debe adecuarse a las necesidades de esos grandes objetivos. Estos propósitos, por supuesto, no son inequívocos. Al contrario, las diversas fuerzas sociales buscan aprovechar el instrumento constitucional para impulsar sus proyectos y ambiciones. Visiones del mundo de cómo debe organizar el poder y, en este sentido, la economía, el equilibrio social y un largo etcétera. Lo cual exige una reflexión seria respecto al problema a resolver y la manera de sortearlo de acuerdo a las características de la sociedad en cuestión. Operar la Constitución, pues, exige entender de manera clara los alcances de la maquinaria constitucional y del sustrato en el cual trabaja.
Y este es, precisamente, uno de los problemas torales de nuestro proyecto constitucional. La norma suprema del país ha sido objeto de un amplio abanico de experimentos institucionales cuyo hilo en común es no resolver problemas, sino inventar algunos inexistentes o, en su caso, cuando sí se ubica una falla real, apostar por soluciones que resultan en peores galimatías jurídicos. A lo largo de su historia nuestra Constitución ha sufrido en no pocas ocasiones las ideas de sus operadores jurídicos cuyo sello es que son ajenas al propósito de aprovechar su potencial institucional para sortear obstáculos.
De ahí, por ejemplo, que cuando se apuntó la mira a contener el enorme poder mediático en la dinámica política, las fuerzas políticas del Congreso crearon un modelo de comunicación que no acabó con la influencia de los ogros mediáticos en la arena electoral, pero que sí propició otro tipo de dificultades. Por su parte, los ministros de la Suprema Corte, al momento de definir los contornos del bloque de constitucionalidad —esto es, de qué manera ensamblar, una vez que se ubicaron en la misma posición jerárquica, los derechos humanos ubicados en tratados internacionales, suscritos por el Estado mexicano, con los derechos de nuestra Constitución—, construyeron un criterio que no resolvió las aristas finas del asunto y, peor aún, fertilizó el terreno para futuras complicaciones.
Un par de ejemplos más: el frenesí, a partir de un progresismo ramplón, por incluir derechos al texto constitucional sin considerar siquiera los costos económicos que éstos implican para una real eficacia. O un federalismo atado cada vez más a unas madejas llamadas leyes marco o generales que han sido incapaces realmente de que a cada una de las canchas de gobierno —federación, estados, municipios y distrito federal— les caiga el balón de competencias que les corresponde.
Esto no significa, sin embargo, que nuestros “ingenieros” constitucionales no resuelvan ningún problema al operar a la Constitución. Pero se trata de soluciones parciales o particulares: un guiño al grupo político en ascenso, amarrar un negocio multimillonario, apoyar el sector económico de sus socios, zanjar una riña palaciega, allanar el camino hacia el poder, ostentar un compromiso vacuo con los derechos humanos. La Constitución como trampolín de caprichos y ocurrencias, y no como un motor para esquivar complicaciones y darle estabilidad a la sociedad.
Este 5 de febrero, curiosamente, al casi celebrar México cien años de la Constitución de 1917, vivimos un momento emblemático de nuestro lastre constitucional. Un engolosinamiento por impulsar reacomodos al texto de la Ley Fundamental que, más allá de si las metas políticas y económicas que buscan son pertinentes, no resolverán varios de los problemas que se han planteado como justificantes de tales cambios y crearán varios más de manera innecesaria. El regreso del PRI, con el apoyo de las fuerzas del PAN y PRD, corre el riesgo de ser recordado como el punto clímax de la fiesta de la Constitución… sin constitucionalistas.

Las demasiadas autonomías

Febrero/2014
Nexos
Pedro Salazar Ugarte 

Conviene tener presente que el derecho es una construcción de civilidad, artificial, que no tiene bases naturales. Lo inventamos, lo creamos y lo utilizamos porque sirve para algo. Es un instrumento para prevenir o resolver conflictos y, en paralelo, para obtener fines sociales. Si no tiene ese efecto útil carece de sentido. La reflexión viene al caso ahora que celebramos un aniversario más de la Constitución mexicana y vislumbramos, muy próximo, su centenario. El documento que se aprobó en Querétaro y que ha sido muchas veces reformado es el fundamento de validez del derecho mexicano y también la carta de navegación del Estado. De ahí la importancia de su eficacia.
Alguien podría suponer que el solo hecho de que llegáramos hasta la segunda década del siglo XXI sin que el desorden y la anarquía nos desbordaran, da testimonio del éxito constitucional. No lo creo. Mi escepticismo no emana solamente de una realidad que, azotada por la violencia y colonizada por grupos de autodefensa, poderes salvajes1 y conflictos sociales varios, desafía al discurso del país de las instituciones constitucionales; sino que  —sobre todo— se alimenta de la inestabilidad del contenido constitucional. El imperio de la ley depende en buena medida de la existencia de un cuerpo normativo estable y el nuestro no lo ha sido y no lo es.
La cantidad de reformas que ha sufrido el texto constitucional original y el alcance de muchas de ellas nos anuncia que, en México, la Constitución no es un instrumento eficiente para regular y encauzar las relaciones entre los poderes y entre éstos y los gobernados sino que, en los hechos, es un utensilio a disposición de los poderosos que lo moldean a su capricho. Una Constitución plástica que ha sido fatalmente deformada. Por eso después de revisar el texto constitucional vigente queda la sensación de que celebramos a la Constitución de 1917 pero no a la de 2014. Aquella representaba un momento histórico, un pacto político y un documento ordenado que, mal que bien, fue un instrumento eficiente para reorganizar la convivencia posrevolucionaria. El texto actual no simboliza una etapa del devenir mexicano —no es, por ejemplo, la Constitución de la transición—, carece de consenso y es un manuscrito incoherente, desordenado, confuso. Su simbolismo exiguo, su extenuación política y su deficiencia técnica —a la par de la inestabilidad de su contenido— conspiran en contra de su eficacia.
Roberto Gargarella dice que los juristas latinoamericanos nos hemos concentrado en la dimensión constitucional de los derechos fundamentales y hemos descuidado lo que él llama el “cuarto de máquinas” de la Constitución. El sesgo puede explicarse por muchas razones pero no deja de ser paradójico si tomamos en cuenta que sin un buen diseño en el apartado de los poderes es imposible brindar garantías a los derechos. Retomo esta sugerencia para mirar un fenómeno específico de nuestra Constitución vigente que pertenece al cuarto de máquinas, es producto de la reformitis y —me temo— puede transmutar la ineficacia constitucional en ineficacia de Estado. Me refiero al expediente de los organismos con autonomía constitucional.
Hasta diciembre de 2013 la palabra “autónomo” o “autónoma” aparecía 12 veces en el texto constitucional y servía para definir la naturaleza jurídica del Instituto Nacional para la Evaluación Educativa, del Banco Central (Bancomex), de la Comisión Federal de Competencia Económica, del Instituto Federal de Telecomunicaciones y del Instituto Federal Electoral. El término “autonomía”, por su parte, figuraba en 29 ocasiones y, en lo que aquí nos interesa, servía para definir la personalidad legal del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Datos Personales, del organismo encargado del Sistema Nacional de Información, Estadística y Geografía (INEGI) y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.2 Ese mismo mes se discutía una nueva reforma constitucional mediante la cual se crearían otros dos organismos con autonomía constitucional (Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social y la Fiscalía General de la República y Persecución del Delito).3 Así que además de los tres poderes tradicionales y tan sólo en el ámbito nacional se cuentan 10 órganos constitucionalmente autónomos.
Sería interesante realizar una taxonomía de esas autonomías para identificar sus particularidades ya que del conjunto apenas podemos decir algunas generalidades como que son órganos que realizan tareas de enorme relevancia estatal. Pero, más allá de la autonomía compartida, son muy distintos: algunos son órganos de garantía de derechos, otros instancias de control del poder, unos más autoridades regulatorias, técnicas, punitivas o de investigación. Además, unos brindan servicios a los gobernados, otros actúan ante al Estado y unos más gestionan áreas de operación de los llamados poderes privados. Además se trata de autoridades nacionales que en algunos casos —transparencia y electoral,4 por ejemplo— han activado una tendencia centralista que, a la vez que lesiona al federalismo, inaugura un fenómeno sin precedentes porque la concentración de atribuciones no reside en Palacio Nacional.
Lo cierto es que la mayoría de estos órganos gestionan tareas que antes realizaba el Poder Ejecutivo. Ello supone una disminución en las facultades a cargo del presidente de la República pero nada garantiza que ese debilitamiento del gobierno se traduzca en un fortalecimiento del Estado. No por lo menos en tanto no exista lo que la Constitución no ofrece, que es un esquema normativo de coordinación para la operación estatal. Para colmo, algunos de estos órganos operan sin leyes secundarias o con legislaciones desactualizadas lo que supone una desarticulación también en el plano legislativo. Una constelación de autonomías sin sistema constitucional.
Los defectos en el diseño constitucional —e institucional— del Estado mexicano son la herencia de reformas espaciadas en el tiempo que fueron respuestas a coyunturas específicas, producto de importaciones o de ocurrencias pasajeras. Algunas justificadas en lo individual pero caóticas en su conjunto. Como resultado, el cuarto de máquinas de nuestra Constitución acomuna un conjunto de palancas, engranes, compuertas y motores activados a diferentes velocidades y, peor aún, sin conexiones entre ellos. Con ese instrumento es difícil prevenir o resolver conflictos y, sobre todo, alcanzar fines sociales estratégicos. No hay mucho para festejar.


1 La idea es de Luigi Ferrajoli y se refiere a los poderes públicos y privados, legales o ilegales, que en su tendencia a la concentración y al absolutismo buscan romper con la legalidad que los limita y/o vincula.
2 La palabra “autonomía” también estaba relacionada con el derecho a la libre autodeterminación de los pueblos indígenas (tres menciones), la naturaleza legal de las universidades y demás instituciones de educación superior (dos menciones), el organismo descentralizado encargado de proveer el servicio de radiodifusión sin fines de lucro, los tribunales agrarios, la Contraloría Interna del IFE y la Comisión de Fiscalización de esa autoridad, los tribunales de lo contencioso-administrativo, la entidad de fiscalización superior de la federación, las comisiones estatales de derechos humanos, las entidades estatales de fiscalización, los institutos electorales estatales y los medios públicos que prestan el servicio de radiodifusión (en un transitorio). No analizo estos casos en el texto porque en ninguno de éstos se trata de organismos cuya naturaleza jurídica sea propiamente la autonomía constitucional.
3 Con la misma reforma se desaparecería al IFE y se crearía el Instituto Nacional de Elecciones que conservaría la autonomía constitucional del primero.
4 Al afirmar esto asumo que entre la fecha en la que escribo este texto (diciembre de 2013) y su publicación (febrero de 2014) se habrá aprobado el paso del IFE al INE.

Dislexias constitucionales

Febrero/2014
Nexos
Héctor Fix-Fierro

La dinámica de la reforma constitucional en México ha dado por resultado un texto extenso, desordenado, asistemático y carente de técnica legislativa, además de estar plagado de errores e inconsistencias no siempre irrelevantes. Algunos ejemplos:
Disposiciones duplicadas. Por ejemplo, entre los requisitos para ocupar diversos cargos de elección popular se reitera el de no ser ministro de culto religioso, cuando el texto del artículo 130 ya establece, de manera general, que tales ministros no pueden ocupar cargos públicos, a menos que se retiren de su ministerio con una anticipación de al menos cinco años.
Terminología inconsistente. En este rubro podemos mencionar, por ejemplo, que el texto de la Constitución utiliza tanto el concepto de “derechos humanos” como el de “derechos fundamentales”; recientemente, estos dos términos coexistían todavía con el de “garantías individuales”. Del mismo modo, podemos contrastar la terminología avanzada en materia de derechos humanos que emplea el artículo 1 vigente, con la regulación de la mayoría de los derechos consagrados en el mismo capítulo, la cual sigue utilizando un lenguaje arcaico procedente del siglo XIX y comienzos del XX.
Disparidad en el alcance y la profundidad de la regulación. Un defecto notorio en el texto constitucional es la disparidad, por exceso o por defecto, en la regulación de las instituciones. En este sentido podemos encontrar diferencias notables en relación con los organismos constitucionales autónomos (por ejemplo, compárese el parco tratamiento del Banco de México, de 1993, con la exuberante regulación del nuevo Instituto Federal de Telecomunicaciones, de 2013, ambos en el artículo 28), pero también en la de las distintas ramas jurisdiccionales previstas en la Constitución. Mientras que la composición, competencias y funciones del Tribunal Electoral ocupan un artículo de más de mil palabras (el 99), la reglamentación de la justicia laboral (artículo 123) o la militar (artículo 13) abarca sólo unas cuantas líneas. Esto es un reflejo de los distintos momentos en que se introdujeron las disposiciones respectivas.
Desorden y falta de sistema. Idealmente, cada artículo constitucional tendría que abordar un tema de manera ordenada y completa. Si bien se ha procurado incorporar las reformas y adiciones en artículos afines, el conjunto de las modificaciones no respeta tal lógica. Así como hay artículos que agrupan temas dispares (por ejemplo, el 94, que señala los órganos que integran el Poder Judicial de la Federación, incluye la garantía de la remuneración de los juzgadores), hay otros que disgregan temas comunes que podrían agruparse (el artículo 57, que se refiere a los suplentes de los senadores, podría incorporarse fácilmente al 56, relativo a la composición del Senado).
Errores de actualización. Los cambios al texto constitucional en ocasiones no han actualizado de manera transversal todas las disposiciones relevantes. Así, todavía podemos encontrar en el texto vigente las expresiones, ya en desuso, de “Jefe del Distrito Federal” (artículo 95, fracción VI) y “Asamblea de Representantes del Distrito Federal” (artículo 105, fracción II, inciso e).
Errónea ubicación de las disposiciones constitucionales. En la Constitución de Querétaro hay disposiciones cuya ubicación es cuestionable desde el punto de vista de la sistemática del texto. Así, por ejemplo, la reglamentación de la Procuraduría General de la República y del Ministerio Público Federal, que pertenecen actualmente al Poder Ejecutivo, se encuentra, desde 1900, en el capítulo relativo al Poder Judicial (artículo 102). En 1992 se insertó, también en este artículo, a las comisiones de derechos humanos, que son organismos autónomos de naturaleza cuasi jurisdiccional, pero que tampoco pertenecen al Poder Judicial.
Disparidad de la vigencia territorial. La sujeción de la entrada en vigor de una reforma constitucional a la expedición de las leyes de implementación tiene por efecto, en el caso de la reforma de la justicia penal (2008), que no exista un texto vigente de manera uniforme en todo el territorio nacional. Esto obliga a la Suprema Corte a resolver complejas cuestiones de validez temporal de la Constitución.

Engordando la Constitución

Febrero/2014
Nexos
Héctor Fix-Fierro 

La Constitución de Querétaro de 1917 es una de las más longevas del mundo. La mayoría de las constituciones vigentes son posteriores a la Segunda Guerra Mundial y buen número de ellas fueron expedidas después de la caída del Muro de Berlín en 1989. En América Latina todos los países de la región, salvo Costa Rica, México, Panamá y Uruguay han promulgado un nuevo texto constitucional después de 1978. La celebración del centenario de la Constitución mexicana en 2017 es un motivo para reflexionar tanto sobre su longevidad excepcional como sobre los problemas y dilemas que plantea el texto constitucional vigente.
Es verdad que México no ha expedido una nueva Constitución, pero en cierto modo contamos con un nuevo texto constitucional. El llamado Poder Constituyente Permanente ha estado muy activo: al día de hoy, el texto de la Constitución de 1917 se ha modificado 573 veces a través de 214 decretos de reforma.1 Casi dos tercios de esas reformas son posteriores a 1982 y sólo en el sexenio del presidente Felipe Calderón (2006-2012) se publicó casi una quinta parte de todas las reformas. El gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, que tomó posesión el 1 de diciembre de 2012, también ha iniciado su mandato con varias iniciativas de reforma constitucional, de las cuales algunas ya están aprobadas y publicadas (educación, competencia económica, telecomunicaciones, energía) y otras más se hallan en proceso de aprobación por los estados (transparencia, elecciones).
Este estado de cosas suscita varias preguntas: ¿Por qué se reforma tanto la Constitución? ¿Qué consecuencias tienen tantos cambios? ¿Necesitamos una nueva Constitución o sólo reorganizar la que tenemos?
¿Por qué se reforma tanto la Constitución?
Se ha dicho que se reforma la Constitución porque se cree en ella y porque es un factor central de legitimidad para el ejercicio del poder. Hay por ello la necesidad de adaptarla a las condiciones de una sociedad que se ha modernizado de manera acelerada en los últimos cien años.2 Ciertamente, ha habido muchas reformas innecesarias y hasta contraproducentes, pero los cambios de los últimos 30 años han tenido, en su mayoría, el propósito de moderar y reequilibrar el presidencialismo hegemónico que se consolidó desde los años treinta del siglo XX, así como el de introducir, a la vez, las principales instituciones del constitucionalismo contemporáneo.
Las peculiaridades de la “transición a la democracia”, que se ha logrado gracias a los acuerdos entre las principales fuerzas políticas, genera fuertes incentivos para que esos acuerdos puntuales se lleven íntegramente al texto constitucional, de manera que su reglamentación secundaria no quede en manos de uno solo de los partidos políticos o de una coalición de los mismos.3 Uno de los efectos visibles de este modo de proceder ha sido el carácter cada vez más extenso y reglamentario del texto constitucional.
Al día de hoy, el texto de la Constitución de Querétaro es 2.7 veces más extenso que el original de 1917, pues pasó de unas 22 mil palabras a 59 mil (y las reformas en camino harán crecer esta cifra nuevamente). Un buen ejemplo de este proceso de la creciente extensión es el del artículo 41. El Constituyente de Querétaro aprobó un texto de sólo 63 palabras. Hoy ese texto es 45 veces más extenso (casi tres mil palabras), pues contiene toda la reglamentación relativa al Instituto Federal Electoral, a la organización de las elecciones federales y a las prerrogativas de los partidos políticos nacionales, incluyendo el número de minutos de propaganda política en radio y televisión a que tienen derecho, dentro de los “tiempos del Estado”, durante las campañas electorales.
Cabe preguntarse si este ritmo de cambio y crecimiento del texto constitucional es excepcional o incluso patológico en un contexto comparado; quizá la respuesta deba ser no. El texto original de la Constitución brasileña de 1988 tenía una extensión aproximada de 40 mil palabras. Posteriormente, esa Constitución se ha reformado con bastante frecuencia: más de 70 decretos de reforma la llevan a alcanzar una extensión de unas 50 mil palabras. Las nuevas constituciones de Bolivia (2009), Colombia (1991), Ecuador (2008) y Venezuela (1999) —algunas ya también con reformas— son bastante extensas, con textos que oscilan entre las 35 y 45 mil palabras. Pero en el panorama mundial estos datos no son extremos. La Constitución de la India y la Constitución provisional de Sudáfrica rondaban las 100 mil palabras;4 la Constitución del estado de Louisiana, en Estados Unidos, llegó a tener unas 250 mil palabras antes de su reemplazo total en 1974.5
El incremento constante en la extensión del texto constitucional se ha traducido en verdaderas disposiciones reglamentarias. Son especialmente notorios, pero no únicos, los artículos 2 (derechos de los pueblos indígenas), 27 (dominio de la nación sobre los recursos naturales y propiedad agraria), 28 (competencia económica, banca central y telecomunicaciones), 41 (partidos políticos y procesos electorales), 79 (fiscalización de los recursos públicos), 99 (Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación), 107 (juicio de amparo), 115 (municipios), 116 (organización interna de las estados), 122 (régimen constitucional del Distrito Federal), 123 (derechos de los trabajadores) y 127 (remuneraciones de los servidores públicos). Muchos de estos artículos tienen el propósito de fijar programas de gobierno y políticas públicas y no solamente los lineamientos constitucionales esenciales de tales materias.
La dinámica de la reforma constitucional en México tiene consecuencias problemáticas y dignas de reflexión. La primera que se suscita es la del conocimiento de la Constitución, tanto por la población en general como por las elites gobernantes e intelectuales. Respecto de la población en general, contamos con encuestas de opinión que nos indican que cerca del 90% de los entrevistados considera que conoce “poco” o “nada” la Constitución.6
El desconocimiento de la Constitución obstaculiza también la identificación con ella como símbolo integrador de la comunidad. Podemos recordar aquí la idea de la “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”.7 Subyace a ella la noción de que el único documento jurídico común a todos los integrantes de una sociedad es la Constitución, lo cual los autoriza a opinar y participar en la vida constitucional. Sin embargo, muchos ciudadanos no lo perciben así. A la pregunta de si “los ciudadanos que no saben de leyes ¿deben o no deben opinar sobre los cambios a la Constitución?”, casi la mitad (42.1% en 2011) opinó que “no deben”, es decir, no sienten a la Constitución como “propia”.
Otra consecuencia es que un texto constitucional tan reglamentario obstaculiza la adopción de decisiones de política pública a través de la interpretación constitucional, tanto jurisprudencial como legislativa. Que las decisiones importantes queden plasmadas detalladamente en el texto constitucional implica reforzar la capacidad de veto de las minorías, al tiempo que se desalienta el funcionamiento normal de una democracia fundada en las decisiones de la mayoría. Aunque parezca paradójico, el mecanismo democrático del consenso y la negociación puede tener efectos antidemocráticos cuando se utiliza para restringir o bloquear decisiones mayoritarias a través del texto constitucional, pues si bien es sano que muchas decisiones colectivas sean fruto del acuerdo entre las fuerzas políticas, también lo es que éstas puedan diferenciarse en su oferta de gobierno, de modo que si el electorado les otorga una representación mayoritaria estén en condiciones de hacer realidad sus proyectos y someter sus resultados nuevamente al juicio de los ciudadanos. El debate público que se realizó en México con motivo de la “reforma petrolera” de 2008 constituye un buen ejemplo de la problemática apuntada.8
Hacia la renovación del texto constitucional
Llegados a este punto, ¿podemos o debemos hacer algo? La respuesta es sí. México no debe llegar a la celebración del centenario de su Constitución con el texto en las condiciones en que se encuentra ahora. Las opciones son dos.
En primer lugar, se ha debatido hace algunos años, y seguramente se volverá a discutir, la posibilidad de hacer una nueva Constitución para consumar el proceso de democratización. Por supuesto, mucho depende de qué se entienda por “nueva Constitución”. Si por tal se concibe el resultado de un proceso constituyente que reabriera temas como el modelo de Estado o de gobierno, o que tratara de resolver cuestiones para las cuales no hay consenso todavía, no hay duda de que la mayoría de los constitucionalistas mexicanos estaría en contra de tal opción y preferiría aceptar la dinámica actual de cambios puntuales como vía hacia una “nueva constitucionalidad”.9 Resulta significativo que ninguna de las principales fuerzas políticas del país esté proponiendo, en este momento, un proceso constituyente con vistas al centenario de 2017.
La segunda opción es renovar el texto constitucional. No se trata de una propuesta nueva ni original. Ya en 1998 Diego Valadés señalaba que “más que una nueva Constitución, cabría pensar en la utilidad de una revisión sistemática, una auténtica refundición, del texto vigente, para darle la unidad técnica y de estilo que ya perdió”.10 Tampoco faltan los ejemplos en el derecho comparado. Así, por ejemplo, Suiza promulgó en 1999 una nueva Constitución federal cuyo propósito principal fue actualizar el texto constitucional. Resulta ilustrativo de esta opción el mandato que el Parlamento impartió al gobierno federal suizo en 1987: “El Proyecto pondrá al día el Derecho constitucional vigente, escrito y no escrito, lo presentará de manera comprensible, lo ordenará sistemáticamente y unificará el lenguaje y la densidad normativa de los preceptos individualizados”.11
Para el caso de México la renovación implicaría dos procesos concomitantes: primero reordenar y luego reducir el texto constitucional. “Reordenar” significa organizarlo de tal manera que los artículos y disposiciones resultantes tengan mayor coherencia y uniformidad de contenido y estilo. “Reducir” quiere decir que es preciso reenviar las partes reglamentarias del texto a la legislación secundaria, para lo cual podría crearse una nueva categoría de leyes —las “leyes orgánicas constitucionales” o “leyes de desarrollo constitucional”— que fueran aprobadas por una mayoría calificada especial en el Congreso de la Unión y que impidiera su modificación sin un nivel importante de consenso entre las fuerzas políticas.12
Adicionalmente, debe pensarse en la conveniencia de diferenciar los procedimientos de reforma constitucional, distinguiendo la modificación puntual de la revisión parcial, para dar mayor racionalidad y orden a los cambios en el texto de la Constitución. También sería conveniente exigir que las iniciativas de reforma o adición que requirieran desarrollo a través de la legislación secundaria fueran acompañadas de los proyectos correspondientes, para evitar que las leyes de implementación de una reforma constitucional queden en suspenso, como ha sucedido con lamentable frecuencia en tiempos recientes.
El resultado debe ser el texto renovado de la misma Constitución de 1917; para ello es indispensable que conserve el número de artículos que tiene actualmente (136) y que sus artículos emblemáticos, como el 3, el 27, el 123 y el 130 conserven su materia y ubicación actuales, pero dentro de un conjunto ordenado de manera coherente, técnica y racional. La propuesta no incluye ninguna modificación en temas sustantivos y pendientes de resolución, pues ello depende de los consensos parciales que vayan logrando las fuerzas políticas. El hecho de que dichos temas hayan disminuido de manera importante en la agenda constitucional de los últimos años gracias a las reformas ya aprobadas aumenta, en principio, la probabilidad de lograr mayor estabilidad del texto en el futuro.
Por último, el texto renovado debería ser sometido a referéndum aprobatorio por parte de la ciudadanía, como una forma de restablecer el vínculo perdido entre ésta y su Constitución.
El factor de la cultura constitucional
La cultura constitucional de las elites y de la población favorece la dinámica actual de la reforma de la Constitución. Para las elites gobernantes la Constitución es una norma que debe establecer, de manera precisa y detallada, los principios y las políticas del Estado mexicano, incluso cuando no existen condiciones suficientes para su cumplimiento.13 Esto es una herencia del siglo XIX: la ley instituye primero, y regula después.14 Su propósito es diseñar el país al que se aspira, aceptando que puede tomar mucho tiempo hacerlo realidad. Aunque esta concepción corre el riesgo de caer en el “fetichismo constitucional”, es decir, en la idea de que basta incorporar un proyecto en el texto constitucional para que empiece a ser realidad, no hay duda de que ha tenido importantes consecuencias en el tiempo. Podría decirse que, desde el punto de vista de la historia constitucional, la irrealidad de ayer se ha convertido, paulatinamente, en la realidad de hoy. Las “batallas constitucionales” de ayer (régimen republicano, federalismo, separación entre Iglesia y Estado, equilibrio de poderes) se han ganado sustancialmente hoy, aunque todavía haya escaramuzas en los márgenes. Ante este éxito relativo cabe esperar que continúe la tendencia hacia la elaboración de textos constitucionales detallados y extensos que prefiguren los resultados sociales que la norma debe producir, así como su reforma frecuente cuando dichos resultados no se alcancen o sean insatisfactorios.
Por lo que se refiere a la población, sus expectativas y demandas también alimentan la máquina de la reforma constitucional. Aunque formalmente el pueblo no ha tenido hasta ahora participación directa en el procedimiento de reforma constitucional, sus expectativas pueden constituir una presión difusa, pero efectiva, para que continúe el proceso de cambios al texto de la Constitución. De acuerdo con las encuestas ya citadas, buena parte de los ciudadanos piensa que la Constitución actual ya no satisface las necesidades del país, por lo que es necesario reformarla o incluso realizar un Congreso Constituyente. Así, entre 2003 y 2011 aumenta de 42.1% a 56.5% el número de quienes contestan que la Constitución actual “ya no responde a las necesidades del país”, disminuye de 40.1% a 22.5% el de quienes opinan que “hay que dejarla como está”, y aumenta de 22% a 50.1% el número de quienes proponen “cambiarla sólo en parte”. Sin embargo, a pregunta expresa, planteada en 2011, de “¿se debería o no se debería convocar a un Congreso Constituyente (para hacer una nueva Constitución)?”, 47.2% respondió que “sí”, y otro 24.6% que “sí, en parte”, es decir, una mayoría muy importante parece estar a favor de una nueva Constitución.
La cultura constitucional así delineada no constituye un impedimento infranqueable para una propuesta como la que se esboza en este ensayo, pero sí significa que será difícil convencer, a los grupos gobernantes y al pueblo de la necesidad de renovar el texto constitucional actual, así como de modificar y moderar el ritmo de los cambios constitucionales. A tres años del centenario de la Constitución de 1917 tal propuesta implica quizá la única posibilidad de mantener el legado de la tradición constitucional mexicana, de fortalecer las indudables aportaciones de la Constitución de Querétaro a la estabilidad y continuidad institucional del país, y de recuperar el orgullo y la identidad que el pueblo mexicano puede y debe encontrar en su centenaria Constitución.


1 Reformas al 15 de enero de 2014. Contabilizamos como un cambio la modificación o las modificaciones (reforma o adición) a un artículo constitucional en un decreto de reforma. Es la misma contabilidad que emplea la página web de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión: http://www.diputados.gob.mx. Véase un análisis cuantitativo reciente y más completo de la dinámica de la reforma constitucional en Amparo Casar, María, “El fetichismo constitucional”, nexos, México, febrero de 2013.
2 Véase, por ejemplo, Valadés, Diego, La Constitución reformada, UNAM, México, 1987, p. 19; Carpizo, Jorge, “México: ¿hacia una nueva Constitución?”, en Hacia una nueva constitucionalidad, UNAM, México, 1999, p. 86.
3 Salazar Ugarte, Pedro, “Sobre la democracia constitucional en México (pistas para arqueólogos)”, en Política y derecho. Derechos y garantías. Cinco ensayos latinoamericanos, Fontamara, México, 2013, p. 99.
4 Casar, María Amparo e Ignacio Marván, Pluralismo y reformas constitucionales en México, 1997-2012, CIDE, México, 2012 (División de Estudios Políticos, Documento de Trabajo núm. 247), pp. 2 y ss.; sobre la extensión de la Constitución provisional de Sudáfrica (1993), Schauer, Frederick, “Constitutional Invocations”, Fordham Law Review, vol. 65, 1997, p. 1295.
5 Tarr, G. Alan, Comprendiendo las constituciones estatales (trad. de Daniel A. Barceló Rojas), UNAM, México 2009, pp. 13 y ss.
6 En México se han realizado hasta la fecha dos encuestas nacionales sobre cultura constitucional, en 2003 y 2011. Véase Concha, Cantú, Hugo A., Héctor Fix-Fierro, Julia Flores y Diego Valadés, Cultura de la Constitución en México. Una encuesta nacional de actitudes, percepciones y valores, UNAM, México, 2004. Los resultados de la segunda encuesta pueden consultarse en http://www.juridicas.unam.mx/invest/areas/ opinion/EncuestaConstitucion/. Las dos encuestas son similares y comparables en muchas de sus preguntas.
7 Häberle, Peter, El Estado constitucional, UNAM, México, 2001, passim.
8 Véase el resumen del debate en Cárdenas Gracia, Jaime, En defensa del petróleo, UNAM, México, 2009, pp. 123 y ss., particularmente en pp. 135 y ss.
9 Véanse los trabajos reunidos en Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, 1999.
10 Valadés, Diego, El control del poder, UNAM, México, 1998, p. 410.
11 Koller, Heinrich y Giovanni Biaggini, “La nueva Constitución federal suiza. Una visión general de las novedades y los aspectos más destacados”, Teoría y realidad constitucional, núms. 10-11, Madrid, 2002-2003, p. 612.
12 Fix-Zamudio, Héctor, “Hacia una nueva constitucionalidad. Necesidad de perfeccionar la reforma constitucional en el derecho mexicano. Las leyes orgánicas”, en Hacia una nueva constitucionalidad, cit., pp. 191-228. Un estudio más amplio es el de Sepúlveda, Ricardo, Las leyes orgánicas constitucionales: el inicio de una nueva constitucionalidad en México, UNAM-Porrúa, México, 2006.
13 La cultura constitucional de las elites gobernantes responde, claramente, al modelo que Michel Troper denomina la “Constitución como norma”. Véase Troper, Michel, “La máquina y la norma. Dos modelos de Constitución”, Doxa, vol. 22, Alicante, 1999, pp. 331-347.
14 López Ayllón, Sergio, Las transformaciones del sistema jurídico y los signficados sociales del derecho en México. La encrucijada entre tradición y modernidad, UNAM, México, 1997, cap. V.