Febrero/2014
Nexos
Héctor Fix-Fierro
La Constitución de Querétaro de 1917 es una de las más longevas del
mundo. La mayoría de las constituciones vigentes son posteriores a la
Segunda Guerra Mundial y buen número de ellas fueron expedidas después
de la caída del Muro de Berlín en 1989. En América Latina todos los
países de la región, salvo Costa Rica, México, Panamá y Uruguay han
promulgado un nuevo texto constitucional después de 1978. La celebración
del centenario de la Constitución mexicana en 2017 es un motivo para
reflexionar tanto sobre su longevidad excepcional como sobre los
problemas y dilemas que plantea el texto constitucional vigente.
Es verdad que México no ha expedido una nueva Constitución, pero en
cierto modo contamos con un nuevo texto constitucional. El llamado Poder
Constituyente Permanente ha estado muy activo: al día de hoy, el texto
de la Constitución de 1917 se ha modificado 573 veces a través de 214
decretos de reforma.
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Casi dos tercios de esas reformas son posteriores a 1982 y sólo en el
sexenio del presidente Felipe Calderón (2006-2012) se publicó casi una
quinta parte de todas las reformas. El gobierno del presidente Enrique
Peña Nieto, que tomó posesión el 1 de diciembre de 2012, también ha
iniciado su mandato con varias iniciativas de reforma constitucional, de
las cuales algunas ya están aprobadas y publicadas (educación,
competencia económica, telecomunicaciones, energía) y otras más se
hallan en proceso de aprobación por los estados (transparencia,
elecciones).
Este estado de cosas suscita varias preguntas: ¿Por qué se reforma
tanto la Constitución? ¿Qué consecuencias tienen tantos cambios?
¿Necesitamos una nueva Constitución o sólo reorganizar la que tenemos?
¿Por qué se reforma tanto la Constitución?
Se ha dicho que se reforma la Constitución porque se cree en ella y
porque es un factor central de legitimidad para el ejercicio del poder.
Hay por ello la necesidad de adaptarla a las condiciones de una sociedad
que se ha modernizado de manera acelerada en los últimos cien años.
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Ciertamente, ha habido muchas reformas innecesarias y hasta
contraproducentes, pero los cambios de los últimos 30 años han tenido,
en su mayoría, el propósito de moderar y reequilibrar el
presidencialismo hegemónico que se consolidó desde los años treinta del
siglo XX, así como el de introducir, a la vez, las principales
instituciones del constitucionalismo contemporáneo.
Las peculiaridades de la “transición a la democracia”, que se ha
logrado gracias a los acuerdos entre las principales fuerzas políticas,
genera fuertes incentivos para que esos acuerdos puntuales se lleven
íntegramente al texto constitucional, de manera que su reglamentación
secundaria no quede en manos de uno solo de los partidos políticos o de
una coalición de los mismos.
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Uno de los efectos visibles de este modo de proceder ha sido el
carácter cada vez más extenso y reglamentario del texto constitucional.
Al día de hoy, el texto de la Constitución de Querétaro es 2.7 veces
más extenso que el original de 1917, pues pasó de unas 22 mil palabras a
59 mil (y las reformas en camino harán crecer esta cifra nuevamente).
Un buen ejemplo de este proceso de la creciente extensión es el del
artículo 41. El Constituyente de Querétaro aprobó un texto de sólo 63
palabras. Hoy ese texto es 45 veces más extenso (casi tres mil
palabras), pues contiene toda la reglamentación relativa al Instituto
Federal Electoral, a la organización de las elecciones federales y a las
prerrogativas de los partidos políticos nacionales, incluyendo el
número de minutos de propaganda política en radio y televisión a que
tienen derecho, dentro de los “tiempos del Estado”, durante las campañas
electorales.
Cabe preguntarse si este ritmo de cambio y crecimiento del texto
constitucional es excepcional o incluso patológico en un contexto
comparado; quizá la respuesta deba ser no. El texto original de la
Constitución brasileña de 1988 tenía una extensión aproximada de 40 mil
palabras. Posteriormente, esa Constitución se ha reformado con bastante
frecuencia: más de 70 decretos de reforma la llevan a alcanzar una
extensión de unas 50 mil palabras. Las nuevas constituciones de Bolivia
(2009), Colombia (1991), Ecuador (2008) y Venezuela (1999) —algunas ya
también con reformas— son bastante extensas, con textos que oscilan
entre las 35 y 45 mil palabras. Pero en el panorama mundial estos datos
no son extremos. La Constitución de la India y la Constitución
provisional de Sudáfrica rondaban las 100 mil palabras;
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la Constitución del estado de Louisiana, en Estados Unidos, llegó a
tener unas 250 mil palabras antes de su reemplazo total en 1974.
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El incremento constante en la extensión del texto constitucional se
ha traducido en verdaderas disposiciones reglamentarias. Son
especialmente notorios, pero no únicos, los artículos 2 (derechos de los
pueblos indígenas), 27 (dominio de la nación sobre los recursos
naturales y propiedad agraria), 28 (competencia económica, banca central
y telecomunicaciones), 41 (partidos políticos y procesos electorales),
79 (fiscalización de los recursos públicos), 99 (Tribunal Electoral del
Poder Judicial de la Federación), 107 (juicio de amparo), 115
(municipios), 116 (organización interna de las estados), 122 (régimen
constitucional del Distrito Federal), 123 (derechos de los trabajadores)
y 127 (remuneraciones de los servidores públicos). Muchos de estos
artículos tienen el propósito de fijar
programas de gobierno y
políticas públicas y no solamente los lineamientos constitucionales esenciales de tales materias.
La dinámica de la reforma constitucional en México tiene
consecuencias problemáticas y dignas de reflexión. La primera que se
suscita es la del
conocimiento de la Constitución, tanto por la
población en general como por las elites gobernantes e intelectuales.
Respecto de la población en general, contamos con encuestas de opinión
que nos indican que cerca del 90% de los entrevistados considera que
conoce “poco” o “nada” la Constitución.
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El desconocimiento de la Constitución obstaculiza también la
identificación con ella como símbolo integrador de la comunidad. Podemos
recordar aquí la idea de la “sociedad abierta de los intérpretes
constitucionales”.
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Subyace a ella la noción de que el único documento jurídico común a
todos los integrantes de una sociedad es la Constitución, lo cual los
autoriza a opinar y participar en la vida constitucional. Sin embargo,
muchos ciudadanos no lo perciben así. A la pregunta de si “los
ciudadanos que no saben de leyes ¿deben o no deben opinar sobre los
cambios a la Constitución?”, casi la mitad (42.1% en 2011) opinó que “no
deben”, es decir, no sienten a la Constitución como “propia”.
Otra consecuencia es que un texto constitucional tan reglamentario
obstaculiza la adopción de decisiones de política pública a través de la
interpretación constitucional, tanto jurisprudencial como legislativa.
Que las decisiones importantes queden plasmadas detalladamente en el
texto constitucional implica reforzar la capacidad de veto de las
minorías, al tiempo que se desalienta el funcionamiento normal de una
democracia fundada en las decisiones de la mayoría. Aunque parezca
paradójico, el mecanismo democrático del consenso y la negociación puede
tener efectos antidemocráticos cuando se utiliza para restringir o
bloquear decisiones mayoritarias a través del texto constitucional, pues
si bien es sano que muchas decisiones colectivas sean fruto del acuerdo
entre las fuerzas políticas, también lo es que éstas puedan
diferenciarse en su oferta de gobierno, de modo que si el electorado les
otorga una representación mayoritaria estén en condiciones de hacer
realidad sus proyectos y someter sus resultados nuevamente al juicio de
los ciudadanos. El debate público que se realizó en México con motivo de
la “reforma petrolera” de 2008 constituye un buen ejemplo de la
problemática apuntada.
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Hacia la renovación del texto constitucional
Llegados a este punto, ¿podemos o debemos hacer algo? La respuesta es
sí. México no debe llegar a la celebración del centenario de su
Constitución con el texto en las condiciones en que se encuentra ahora.
Las opciones son dos.
En primer lugar, se ha debatido hace algunos años, y seguramente se volverá a discutir, la posibilidad de
hacer una nueva Constitución
para consumar el proceso de democratización. Por supuesto, mucho
depende de qué se entienda por “nueva Constitución”. Si por tal se
concibe el resultado de un proceso constituyente que reabriera temas
como el modelo de Estado o de gobierno, o que tratara de resolver
cuestiones para las cuales no hay consenso todavía, no hay duda de que
la mayoría de los constitucionalistas mexicanos estaría en contra de tal
opción y preferiría aceptar la dinámica actual de cambios puntuales
como vía hacia una “nueva constitucionalidad”.
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Resulta significativo que ninguna de las principales fuerzas políticas
del país esté proponiendo, en este momento, un proceso constituyente con
vistas al centenario de 2017.
La segunda opción es
renovar el texto constitucional. No se
trata de una propuesta nueva ni original. Ya en 1998 Diego Valadés
señalaba que “más que una nueva Constitución, cabría pensar en la
utilidad de una revisión sistemática, una auténtica refundición, del
texto vigente, para darle la unidad técnica y de estilo que ya perdió”.
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Tampoco faltan los ejemplos en el derecho comparado. Así, por ejemplo,
Suiza promulgó en 1999 una nueva Constitución federal cuyo propósito
principal fue actualizar el texto constitucional. Resulta ilustrativo de
esta opción el mandato que el Parlamento impartió al gobierno federal
suizo en 1987: “El Proyecto pondrá al día el Derecho constitucional
vigente, escrito y no escrito, lo presentará de manera comprensible, lo
ordenará sistemáticamente y unificará el lenguaje y la densidad
normativa de los preceptos individualizados”.
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Para el caso de México la renovación implicaría dos procesos concomitantes: primero
reordenar y luego
reducir
el texto constitucional. “Reordenar” significa organizarlo de tal
manera que los artículos y disposiciones resultantes tengan mayor
coherencia y uniformidad de contenido y estilo. “Reducir” quiere decir
que es preciso reenviar las partes reglamentarias del texto a la
legislación secundaria, para lo cual podría crearse una nueva categoría
de leyes —las “leyes orgánicas constitucionales” o “leyes de desarrollo
constitucional”— que fueran aprobadas por una mayoría calificada
especial en el Congreso de la Unión y que impidiera su modificación sin
un nivel importante de consenso entre las fuerzas políticas.
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Adicionalmente, debe pensarse en la conveniencia de diferenciar los
procedimientos de reforma constitucional, distinguiendo la modificación
puntual de la revisión parcial, para dar mayor racionalidad y orden a
los cambios en el texto de la Constitución. También sería conveniente
exigir que las iniciativas de reforma o adición que requirieran
desarrollo a través de la legislación secundaria fueran acompañadas de
los proyectos correspondientes, para evitar que las leyes de
implementación de una reforma constitucional queden en suspenso, como ha
sucedido con lamentable frecuencia en tiempos recientes.
El resultado debe ser el texto renovado de la
misma
Constitución de 1917; para ello es indispensable que conserve el número
de artículos que tiene actualmente (136) y que sus artículos
emblemáticos, como el 3, el 27, el 123 y el 130 conserven su materia y
ubicación actuales, pero dentro de un conjunto ordenado de manera
coherente, técnica y racional. La propuesta no incluye ninguna
modificación en temas sustantivos y pendientes de resolución, pues ello
depende de los consensos parciales que vayan logrando las fuerzas
políticas. El hecho de que dichos temas hayan disminuido de manera
importante en la agenda constitucional de los últimos años gracias a las
reformas ya aprobadas aumenta, en principio, la probabilidad de lograr
mayor estabilidad del texto en el futuro.
Por último, el texto renovado debería ser sometido a referéndum
aprobatorio por parte de la ciudadanía, como una forma de restablecer el
vínculo perdido entre ésta y su Constitución.
El factor de la cultura constitucional
La cultura constitucional de las elites y de la población favorece la
dinámica actual de la reforma de la Constitución. Para las elites
gobernantes la Constitución es una
norma que debe establecer,
de manera precisa y detallada, los principios y las políticas del Estado
mexicano, incluso cuando no existen condiciones suficientes para su
cumplimiento.
13 Esto es una herencia del siglo XIX: la ley instituye primero, y regula después.
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Su propósito es diseñar el país al que se aspira, aceptando que puede
tomar mucho tiempo hacerlo realidad. Aunque esta concepción corre el
riesgo de caer en el “fetichismo constitucional”, es decir, en la idea
de que basta incorporar un proyecto en el texto constitucional para que
empiece a ser realidad, no hay duda de que ha tenido importantes
consecuencias en el tiempo. Podría decirse que, desde el punto de vista
de la historia constitucional, la irrealidad de ayer se ha convertido,
paulatinamente, en la realidad de hoy. Las “batallas constitucionales”
de ayer (régimen republicano, federalismo, separación entre Iglesia y
Estado, equilibrio de poderes) se han ganado sustancialmente hoy, aunque
todavía haya escaramuzas en los márgenes. Ante este éxito relativo cabe
esperar que continúe la tendencia hacia la elaboración de textos
constitucionales detallados y extensos que prefiguren los resultados
sociales que la norma debe producir, así como su reforma frecuente
cuando dichos resultados no se alcancen o sean insatisfactorios.
Por lo que se refiere a la población, sus expectativas y demandas
también alimentan la máquina de la reforma constitucional. Aunque
formalmente el pueblo no ha tenido hasta ahora participación directa en
el procedimiento de reforma constitucional, sus expectativas pueden
constituir una presión difusa, pero efectiva, para que continúe el
proceso de cambios al texto de la Constitución. De acuerdo con las
encuestas ya citadas, buena parte de los ciudadanos piensa que la
Constitución actual ya no satisface las necesidades del país, por lo que
es necesario reformarla o incluso realizar un Congreso Constituyente.
Así, entre 2003 y 2011 aumenta de 42.1% a 56.5% el número de quienes
contestan que la Constitución actual “ya no responde a las necesidades
del país”, disminuye de 40.1% a 22.5% el de quienes opinan que “hay que
dejarla como está”, y aumenta de 22% a 50.1% el número de quienes
proponen “cambiarla sólo en parte”. Sin embargo, a pregunta expresa,
planteada en 2011, de “¿se debería o no se debería convocar a un
Congreso Constituyente (para hacer una nueva Constitución)?”, 47.2%
respondió que “sí”, y otro 24.6% que “sí, en parte”, es decir, una
mayoría muy importante parece estar a favor de una nueva Constitución.
La cultura constitucional así delineada no constituye un impedimento
infranqueable para una propuesta como la que se esboza en este ensayo,
pero sí significa que será difícil convencer, a los grupos gobernantes y
al pueblo de la necesidad de renovar el texto constitucional actual,
así como de modificar y moderar el ritmo de los cambios
constitucionales. A tres años del centenario de la Constitución de 1917
tal propuesta implica quizá la única posibilidad de mantener el legado
de la tradición constitucional mexicana, de fortalecer las indudables
aportaciones de la Constitución de Querétaro a la estabilidad y
continuidad institucional del país, y de recuperar el orgullo y la
identidad que el pueblo mexicano puede y debe encontrar en su centenaria
Constitución.
1
Reformas al 15 de enero de 2014. Contabilizamos como un cambio la
modificación o las modificaciones (reforma o adición) a un artículo
constitucional en un decreto de reforma. Es la misma contabilidad que
emplea la página web de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión:
http://www.diputados.gob.mx.
Véase un análisis cuantitativo reciente y más completo de la dinámica
de la reforma constitucional en Amparo Casar, María, “El fetichismo
constitucional”, nexos, México, febrero de 2013.
2 Véase, por ejemplo, Valadés, Diego,
La Constitución reformada, UNAM, México, 1987, p. 19; Carpizo, Jorge, “México: ¿hacia una nueva Constitución?”, en
Hacia una nueva constitucionalidad, UNAM, México, 1999, p. 86.
3 Salazar Ugarte, Pedro, “Sobre la democracia constitucional en México (pistas para arqueólogos)”, en
Política y derecho. Derechos y garantías. Cinco ensayos latinoamericanos, Fontamara, México, 2013, p. 99.
4 Casar, María Amparo e Ignacio Marván,
Pluralismo y reformas constitucionales en México, 1997-2012,
CIDE, México, 2012 (División de Estudios Políticos, Documento de
Trabajo núm. 247), pp. 2 y ss.; sobre la extensión de la Constitución
provisional de Sudáfrica (1993), Schauer, Frederick, “Constitutional
Invocations”,
Fordham Law Review, vol. 65, 1997, p. 1295.
5 Tarr, G. Alan,
Comprendiendo las constituciones estatales (trad. de Daniel A. Barceló Rojas), UNAM, México 2009, pp. 13 y ss.
6
En México se han realizado hasta la fecha dos encuestas nacionales
sobre cultura constitucional, en 2003 y 2011. Véase Concha, Cantú, Hugo
A., Héctor Fix-Fierro, Julia Flores y Diego Valadés,
Cultura de la Constitución en México. Una encuesta nacional de actitudes, percepciones y valores, UNAM, México, 2004. Los resultados de la segunda encuesta pueden consultarse en
http://www.juridicas.unam.mx/invest/areas/ opinion/EncuestaConstitucion/. Las dos encuestas son similares y comparables en muchas de sus preguntas.
7 Häberle, Peter,
El Estado constitucional, UNAM, México, 2001,
passim.
8 Véase el resumen del debate en Cárdenas Gracia, Jaime,
En defensa del petróleo, UNAM, México, 2009, pp. 123 y ss., particularmente en pp. 135 y ss.
9 Véanse los trabajos reunidos en
Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, 1999.
10 Valadés, Diego,
El control del poder, UNAM, México, 1998, p. 410.
11
Koller, Heinrich y Giovanni Biaggini, “La nueva Constitución federal
suiza. Una visión general de las novedades y los aspectos más
destacados”,
Teoría y realidad constitucional, núms. 10-11, Madrid, 2002-2003, p. 612.
12
Fix-Zamudio, Héctor, “Hacia una nueva constitucionalidad. Necesidad de
perfeccionar la reforma constitucional en el derecho mexicano. Las leyes
orgánicas”, en
Hacia una nueva constitucionalidad, cit., pp. 191-228. Un estudio más amplio es el de Sepúlveda, Ricardo,
Las leyes orgánicas constitucionales: el inicio de una nueva constitucionalidad en México, UNAM-Porrúa, México, 2006.
13
La cultura constitucional de las elites gobernantes responde,
claramente, al modelo que Michel Troper denomina la “Constitución como
norma”. Véase Troper, Michel, “La máquina y la norma. Dos modelos de
Constitución”,
Doxa, vol. 22, Alicante, 1999, pp. 331-347.
14 López Ayllón, Sergio,
Las
transformaciones del sistema jurídico y los signficados sociales del
derecho en México. La encrucijada entre tradición y modernidad, UNAM, México, 1997, cap. V.