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José Ramón Cossío Díaz
Una de las características del pensamiento jurídico mexicano fue y es el poco tratamiento jurídico de la Constitución. Puede parecer curioso que quienes por definición debieran hacer de ese texto y de sus normas objeto de trabajo, estuvieran y estén dedicados a construir explicaciones de distintos fenómenos alrededor de la Constitución, pero no del sentido y alcance de sus normas. Sin embargo así fue. Hubo quienes suponiendo realizar una actividad jurídica reseñaron los movimientos insurgentes o revolucionarios que llevaron al establecimiento de las constituciones vigentes en los siglos XIX y XX. Hubo quienes, afanándose aún más por los orígenes, se dieron a la tarea de comentar los supuestos políticos de los procesos constituyentes o, también, de las teorías políticas que de un modo u otro determinaron nuestra organización jurídica. Hubo quienes pretendieron establecer las peculiaridades del movimiento mexicano, algo así como un constitucionalismo autóctono original o, al menos, muy originario. Hubo quienes encontraron en las sucesivas reformas constitucionales una especie de filosofía de la historia, marcado por un necesario y continuado devenir en etapas de creciente democracia, igualdad y progreso, todo ello enmarcado en un nacionalismo único e irrepetible. Hubo quienes, y aquí sí fueron muchos, con precisión considerable dieron cuenta de las reformas constitucionales casi con la misma claridad y detalle que el texto aparecido en el Diario Oficial.
Sin embargo y más allá de las intervenciones apuntadas y que, al menos tuvieron el mérito de la descripción, hubo ejercicios más delicados y comprometedores. Aludiendo a la variedad de sentimientos que les despertaba la Constitución y requiriendo por ello la búsqueda de sus esencias, varios juristas terminaron sustituyendo al texto por las decisiones que estimaron en algún momento y de algún modo llevaron a crearlo. Lo que las normas constitucionales dispusieran no tenía importancia ni sentido entenderlas jurídicamente. Desde esa perspectiva, lo relevante era identificar lo que en el momento constituyente o, mejor aún, durante el proceso revolucionario, hubiera sido determinante, pues la acción misma daba sentido al texto y a sus normas, pero no a la inversa. Leer el texto era, entonces, el modo en el que resultaban comprobables las decisiones que hubieran orientado el proceso revolucionario y determinado el contenido constitucional. Identificar las llamadas “decisiones políticas fundamentales” fue la clave de entendimiento de la Constitución.
El buen constitucionalista era aquel que interpretando los orígenes revolucionarios del texto supo jugar con este último a fin de demostrar la relación entre Revolución y texto; es decir, quien supo hacer de la Revolución Constitución y de la Constitución Revolución. Sin embargo, como el régimen se proclamó también Revolución, mejor constitucionalista fue quien pudo hacer de la Constitución régimen y del régimen Constitución. Supremos juristas fueron quienes pudieron unificar la Revolución, la Constitución y el régimen, darle a todo ello un sentido histórico definido y generar un horizonte de progreso continuado realizable con cada acto cotidiano de gobierno.
Ejercicios como los acabados de apuntar podrían explicarse de algún modo y para algunos, por los tiempos en que fama y gloria pasaban también por el régimen, pero difícilmente pueden justificarse hoy. Con independencia de si estudios como ésos siguen haciéndose o si, al menos, se realizan con mayor pudor, lo cierto y relevante es el mantenimiento de la condición no-jurídica de los estudios constitucionales. Es verdad que no asistimos ya a la obviedad de citar, como hasta no hace mucho, a Carl Schmitt, pero sí a la de estimar que como las explicaciones jurídicas no son suficientes para dar cuenta de los fenómenos jurídicos, lo mejor es tratarlos como fenómenos no-jurídicos. Parte del problema radica en la consabida y redituable labor de escribir libros para transcribir textos normativos, con lo cual se logra, además del premio de la publicación, la posibilidad de sentenciar que como con esa forma de explicación realmente no se explica al derecho, lo mejor es abandonar la explicación jurídica y tratar de encontrar como remedo de ella las causas o los efectos de las normas, desde coordenadas consideradas, con laxitud, como políticas.
Dejando de lado la sociología de la profesión, interesa destacar dos importantes consecuencias que acarrea la explicación no-jurídica de la Constitución. A la primera de ellas la denominaré de orden cultural. Si los juristas o si, en general, quienes trabajan con la Constitución, no se la representan y explican en términos jurídico-normativos e imponen a la sociedad un entendimiento de ese tipo, es difícil suponer que la sociedad misma y sin más asumirá ese entendimiento. A su vez y si la falta de aceptación normativa produce que lo establecido en ella no sea entendido como un espacio de racionalidad jurídica, la Constitución queda reducida a mero espacio simbólico o político. Con esa forma de proceder se pierde la posibilidad de establecer un ámbito privilegiado de arreglo y conducción de una gran cantidad de asuntos sociales, sin más, del tan traído y tan llevado Estado constitucional o, más básicamente, del Estado de derecho. Por ello, lo que haya que resolver tendrá que hacerse en las arenas de la negociación oligárquico-partidistas y, una vez logrado el acuerdo, buscar la norma como medio de certificación de lo alcanzado. La negación de la juridicidad del texto produce, simultáneamente, la falsa idea de que se está actuando dentro del imperio del derecho y, sin embargo, ante la posibilidad de jugar fuera de las condiciones de racionalidad y control que suelen venir aparejadas a él.
La segunda consecuencia del abandono a la juridicidad constitucional la llamaré de orden técnico. Al no asumirse tal juridicidad, se deja de entender que las normas de la Constitución son elementos iniciales y determinantes del resto de las normas mediante las cuales pretenden regularse una enorme cantidad de conductas sociales. Por el modo en que nuestro orden jurídico está estructurado, lo establecido en la Constitución es sólo el inicio de largas y complejas cadenas normativas. Leyes, reglamentos, acuerdos, licencias, concesiones o sentencias, por ejemplo, dependen de diversas maneras de lo establecido en el texto constitucional. Hasta aquí y con gran ignorancia, pudiera parecer que todo lo dicho es un problema de legisladores o, en general, de autoridades o de abogados, por lo que sólo a ellos debieran interesar tales temas. Sin embargo, como las acciones específicas que día a día deban llevarse a cabo en varios ámbitos sociales dependen del correcto desarrollo normativo, debieran ser del interés y la incumbencia de todos. Contratos, inversiones, salarios, empleos, paternidades, procesos, años de prisión, etcétera, dependen en mucho del modo como se haya construido la norma constitucional, de cómo se entienda ésta y de cómo se haya desarrollado en el resto de las normas del orden jurídico. Finalmente, lo que los órganos democrático-representativos hayan pretendido asignar como bienes, premios o castigos, estará determinado por actos fundados, en última instancia, en los textos constitucionales.
En tres años nuestra Constitución cumplirá su primer siglo de vigencia, con independencia de sus muchos huecos, parches o contradicciones. Por tal motivo, se harán numerosos homenajes al símbolo, al texto, a sus redactores y a sus comentadores, a todo aquel que por acción u omisión hubiera tenido algo que ver con ella. La efeméride es un buen momento para preguntarnos cómo es que la entendimos, la entendemos y la vamos a entender. ¿Como texto dotado de vida prácticamente natural? ¿Como gloria nacional? ¿Como marco regulatorio de algunas de nuestras relaciones sociales? ¿Como marco exclusivo de los derechos humanos? ¿Como qué? En todo caso y más allá de los predecibles borlotes, sea para mantenerla, ajustarla o darle republicana sepultura, es necesario reflexionar colectivamente sobre lo que la misma ha implicado y debiera implicar en cuanto a lo que de suyo debiera ser: una norma jurídica. Un conjunto de reglas de conducta mediante las cuales se determinan los límites a las actuaciones de los titulares de los órganos estatales, se defina el papel del Estado en la economía, se identifique el territorio nacional y el modo de distribuir el poder en él o se establezca la forma de gobierno y las atribuciones de los poderes públicos.
Del análisis podría concluirse que sería bueno regular las conductas y orientar buena parte de las posibilidades de relaciones sociales mediante la racionalidad del derecho, y no mediante la fuerza de la política o del poder económico, simplemente y para no ir más lejos, porque el derecho puede tener un origen y un control democrático. En caso de arribarse a tal conclusión, tendría que asumirse que la Constitución es una norma jurídica y no la mera suma de decisiones políticas fundamentales, un mero proyecto político y social, o la expresión de la metafísica al uso. Si se asumiera tal composición normativa, sería adecuado admitir que el trabajo con normas suele hacerse desde la perspectiva jurídica. Si las anteriores reflexiones fueran puestas en marcha, sería más fácil entender que con independencia de que las decisiones sobre el contenido de las reformas constitucionales corresponden a los representantes electos, éstos no pueden trabajar en el vacío, ni suponer que su legitimación democrática es sinónimo de sabiduría. También haría entendible para ellos y para todos, que tal actuar debiera estar determinado por una serie de conocimientos jurídicos (y, desde luego, no jurídicos) de los que en muchos casos carecen y que, sin embargo, y con base en ellos, actúan, benefician o lastiman.
El que alguien piense que con el derecho y, en lo que aquí interesa, con la Constitución, puede hacerse cualquier cosa pues para eso estuvo el superrégimen y para eso llegó la democracia, no es sólo reprochable a quien así lo asuma. De manera más general, es un problema derivado de la falta de controles de muy diverso tipo que también nos caracteriza. En cuanto a la Constitución, en parte es la consecuencia de haber pensado y seguir pensando que tiene el valor de la hoja en que está escrita, que toda ella es reducible a decisiones políticas fundamentales, o que su única función es garantizar derechos humanos. En otros términos, es atribuible a los juristas y a quienes estando en la profesión no seamos capaces de comprender ni transmitir la función social de ella o, más en general, del derecho mismo.
Como recomendaba O’Gorman respecto de la Historia, no se trata de regañar aquí a los muertos ni de juzgar a los muy vivos. Simplemente se trata de proponer un cauce distinto para propiciar el entendimiento jurídico de la Constitución. Con ello, tal vez podríamos no celebrar a la Constitución y a lo que de ella se ha escrito en lo que nada tiene de celebrable. Con ello, también quizá, podríamos tratar de evitar la perpetuación del mal estado de cosas en que nos encontramos. Entender a la Constitución como norma jurídica no es suficiente para resolver muchos de nuestros problemas, pero sí parece un principio necesario para comenzar a ordenar los posibles caminos de solución a muchos de ellos.
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