lunes, 3 de febrero de 2014

Constitución sin constitucionalistas

Febrero/2014
Nexos
Saúl López Noriega 

Criticar un texto constitucional exige revisar la manera en cómo se piensa ese manojo de reglas que se conoce como Constitución. La suerte de un proyecto constitucional, es decir, su diseño e implementación, dependen en buena medida de cómo se lee esa norma jurídica suprema de las democracias modernas. ¿Cuál es su principal utilidad? ¿Cómo exprimir lo mejor de sus disposiciones? ¿Cuándo realizar ajustes a su diseño? ¿De qué manera interpretarla? Las respuestas a esas y otras preguntas están atadas a la idea que se tenga de la Constitución: fuente inagotable de cursilería nacional, símbolo legitimador de un grupo en el poder, campo de batalla de rencillas políticas menores, papeleta de trámites administrativos o, más bien, instrumento jurídico cuya función medular es resolver los problemas derivados del reto de asir el poder y procesar el pluralismo de la sociedad.
Es cierto: hoy en día existen variopintos diseños constitucionales, algunos incluyen una batería de derechos diseñados a partir de las lógicas individual, social y comunitaria; otros apuestan por un federalismo construido con el propósito de respetar las diferencias étnicas, lingüísticas y/o culturales de una nación; y no pocos se han preocupado por implementar sistemas electorales que impidan que los resortes del poder mediático y económico definan los saldos de las elecciones. Sin embargo, un ingrediente característico de la narrativa constitucional consiste en entender a la Constitución como una herramienta. Un recipiente institucional relleno de múltiples valores que se debe operar —reformar, interpretar y aterrizar mediante legislaciones secundarias— con un objetivo muy puntual: solucionar dificultades.
En efecto, una de las perspectivas clave que define el rostro de cualquier proyecto constitucional exitoso es aquel que ve a esta norma jurídica como un utensilio que a lo largo de un amplio arco de tiempo podrá sortear vicisitudes no menores para la sociedad. Y que justo en su carácter de herramienta debe adecuarse a las necesidades de esos grandes objetivos. Estos propósitos, por supuesto, no son inequívocos. Al contrario, las diversas fuerzas sociales buscan aprovechar el instrumento constitucional para impulsar sus proyectos y ambiciones. Visiones del mundo de cómo debe organizar el poder y, en este sentido, la economía, el equilibrio social y un largo etcétera. Lo cual exige una reflexión seria respecto al problema a resolver y la manera de sortearlo de acuerdo a las características de la sociedad en cuestión. Operar la Constitución, pues, exige entender de manera clara los alcances de la maquinaria constitucional y del sustrato en el cual trabaja.
Y este es, precisamente, uno de los problemas torales de nuestro proyecto constitucional. La norma suprema del país ha sido objeto de un amplio abanico de experimentos institucionales cuyo hilo en común es no resolver problemas, sino inventar algunos inexistentes o, en su caso, cuando sí se ubica una falla real, apostar por soluciones que resultan en peores galimatías jurídicos. A lo largo de su historia nuestra Constitución ha sufrido en no pocas ocasiones las ideas de sus operadores jurídicos cuyo sello es que son ajenas al propósito de aprovechar su potencial institucional para sortear obstáculos.
De ahí, por ejemplo, que cuando se apuntó la mira a contener el enorme poder mediático en la dinámica política, las fuerzas políticas del Congreso crearon un modelo de comunicación que no acabó con la influencia de los ogros mediáticos en la arena electoral, pero que sí propició otro tipo de dificultades. Por su parte, los ministros de la Suprema Corte, al momento de definir los contornos del bloque de constitucionalidad —esto es, de qué manera ensamblar, una vez que se ubicaron en la misma posición jerárquica, los derechos humanos ubicados en tratados internacionales, suscritos por el Estado mexicano, con los derechos de nuestra Constitución—, construyeron un criterio que no resolvió las aristas finas del asunto y, peor aún, fertilizó el terreno para futuras complicaciones.
Un par de ejemplos más: el frenesí, a partir de un progresismo ramplón, por incluir derechos al texto constitucional sin considerar siquiera los costos económicos que éstos implican para una real eficacia. O un federalismo atado cada vez más a unas madejas llamadas leyes marco o generales que han sido incapaces realmente de que a cada una de las canchas de gobierno —federación, estados, municipios y distrito federal— les caiga el balón de competencias que les corresponde.
Esto no significa, sin embargo, que nuestros “ingenieros” constitucionales no resuelvan ningún problema al operar a la Constitución. Pero se trata de soluciones parciales o particulares: un guiño al grupo político en ascenso, amarrar un negocio multimillonario, apoyar el sector económico de sus socios, zanjar una riña palaciega, allanar el camino hacia el poder, ostentar un compromiso vacuo con los derechos humanos. La Constitución como trampolín de caprichos y ocurrencias, y no como un motor para esquivar complicaciones y darle estabilidad a la sociedad.
Este 5 de febrero, curiosamente, al casi celebrar México cien años de la Constitución de 1917, vivimos un momento emblemático de nuestro lastre constitucional. Un engolosinamiento por impulsar reacomodos al texto de la Ley Fundamental que, más allá de si las metas políticas y económicas que buscan son pertinentes, no resolverán varios de los problemas que se han planteado como justificantes de tales cambios y crearán varios más de manera innecesaria. El regreso del PRI, con el apoyo de las fuerzas del PAN y PRD, corre el riesgo de ser recordado como el punto clímax de la fiesta de la Constitución… sin constitucionalistas.

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