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Pedro Salazar Ugarte
Conviene tener presente que el derecho es una construcción de civilidad, artificial, que no tiene bases naturales. Lo inventamos, lo creamos y lo utilizamos porque sirve para algo. Es un instrumento para prevenir o resolver conflictos y, en paralelo, para obtener fines sociales. Si no tiene ese efecto útil carece de sentido. La reflexión viene al caso ahora que celebramos un aniversario más de la Constitución mexicana y vislumbramos, muy próximo, su centenario. El documento que se aprobó en Querétaro y que ha sido muchas veces reformado es el fundamento de validez del derecho mexicano y también la carta de navegación del Estado. De ahí la importancia de su eficacia.
Alguien podría suponer que el solo hecho de que llegáramos hasta la segunda década del siglo XXI sin que el desorden y la anarquía nos desbordaran, da testimonio del éxito constitucional. No lo creo. Mi escepticismo no emana solamente de una realidad que, azotada por la violencia y colonizada por grupos de autodefensa, poderes salvajes1 y conflictos sociales varios, desafía al discurso del país de las instituciones constitucionales; sino que —sobre todo— se alimenta de la inestabilidad del contenido constitucional. El imperio de la ley depende en buena medida de la existencia de un cuerpo normativo estable y el nuestro no lo ha sido y no lo es.
La cantidad de reformas que ha sufrido el texto constitucional original y el alcance de muchas de ellas nos anuncia que, en México, la Constitución no es un instrumento eficiente para regular y encauzar las relaciones entre los poderes y entre éstos y los gobernados sino que, en los hechos, es un utensilio a disposición de los poderosos que lo moldean a su capricho. Una Constitución plástica que ha sido fatalmente deformada. Por eso después de revisar el texto constitucional vigente queda la sensación de que celebramos a la Constitución de 1917 pero no a la de 2014. Aquella representaba un momento histórico, un pacto político y un documento ordenado que, mal que bien, fue un instrumento eficiente para reorganizar la convivencia posrevolucionaria. El texto actual no simboliza una etapa del devenir mexicano —no es, por ejemplo, la Constitución de la transición—, carece de consenso y es un manuscrito incoherente, desordenado, confuso. Su simbolismo exiguo, su extenuación política y su deficiencia técnica —a la par de la inestabilidad de su contenido— conspiran en contra de su eficacia.
Roberto Gargarella dice que los juristas latinoamericanos nos hemos concentrado en la dimensión constitucional de los derechos fundamentales y hemos descuidado lo que él llama el “cuarto de máquinas” de la Constitución. El sesgo puede explicarse por muchas razones pero no deja de ser paradójico si tomamos en cuenta que sin un buen diseño en el apartado de los poderes es imposible brindar garantías a los derechos. Retomo esta sugerencia para mirar un fenómeno específico de nuestra Constitución vigente que pertenece al cuarto de máquinas, es producto de la reformitis y —me temo— puede transmutar la ineficacia constitucional en ineficacia de Estado. Me refiero al expediente de los organismos con autonomía constitucional.
Hasta diciembre de 2013 la palabra “autónomo” o “autónoma” aparecía 12 veces en el texto constitucional y servía para definir la naturaleza jurídica del Instituto Nacional para la Evaluación Educativa, del Banco Central (Bancomex), de la Comisión Federal de Competencia Económica, del Instituto Federal de Telecomunicaciones y del Instituto Federal Electoral. El término “autonomía”, por su parte, figuraba en 29 ocasiones y, en lo que aquí nos interesa, servía para definir la personalidad legal del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública y Datos Personales, del organismo encargado del Sistema Nacional de Información, Estadística y Geografía (INEGI) y de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.2 Ese mismo mes se discutía una nueva reforma constitucional mediante la cual se crearían otros dos organismos con autonomía constitucional (Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social y la Fiscalía General de la República y Persecución del Delito).3 Así que además de los tres poderes tradicionales y tan sólo en el ámbito nacional se cuentan 10 órganos constitucionalmente autónomos.
Sería interesante realizar una taxonomía de esas autonomías para identificar sus particularidades ya que del conjunto apenas podemos decir algunas generalidades como que son órganos que realizan tareas de enorme relevancia estatal. Pero, más allá de la autonomía compartida, son muy distintos: algunos son órganos de garantía de derechos, otros instancias de control del poder, unos más autoridades regulatorias, técnicas, punitivas o de investigación. Además, unos brindan servicios a los gobernados, otros actúan ante al Estado y unos más gestionan áreas de operación de los llamados poderes privados. Además se trata de autoridades nacionales que en algunos casos —transparencia y electoral,4 por ejemplo— han activado una tendencia centralista que, a la vez que lesiona al federalismo, inaugura un fenómeno sin precedentes porque la concentración de atribuciones no reside en Palacio Nacional.
Lo cierto es que la mayoría de estos órganos gestionan tareas que antes realizaba el Poder Ejecutivo. Ello supone una disminución en las facultades a cargo del presidente de la República pero nada garantiza que ese debilitamiento del gobierno se traduzca en un fortalecimiento del Estado. No por lo menos en tanto no exista lo que la Constitución no ofrece, que es un esquema normativo de coordinación para la operación estatal. Para colmo, algunos de estos órganos operan sin leyes secundarias o con legislaciones desactualizadas lo que supone una desarticulación también en el plano legislativo. Una constelación de autonomías sin sistema constitucional.
Los defectos en el diseño constitucional —e institucional— del Estado mexicano son la herencia de reformas espaciadas en el tiempo que fueron respuestas a coyunturas específicas, producto de importaciones o de ocurrencias pasajeras. Algunas justificadas en lo individual pero caóticas en su conjunto. Como resultado, el cuarto de máquinas de nuestra Constitución acomuna un conjunto de palancas, engranes, compuertas y motores activados a diferentes velocidades y, peor aún, sin conexiones entre ellos. Con ese instrumento es difícil prevenir o resolver conflictos y, sobre todo, alcanzar fines sociales estratégicos. No hay mucho para festejar.
1 La idea es de Luigi Ferrajoli y se refiere a los poderes públicos y privados, legales o ilegales, que en su tendencia a la concentración y al absolutismo buscan romper con la legalidad que los limita y/o vincula.
2 La palabra “autonomía” también estaba relacionada con el derecho a la libre autodeterminación de los pueblos indígenas (tres menciones), la naturaleza legal de las universidades y demás instituciones de educación superior (dos menciones), el organismo descentralizado encargado de proveer el servicio de radiodifusión sin fines de lucro, los tribunales agrarios, la Contraloría Interna del IFE y la Comisión de Fiscalización de esa autoridad, los tribunales de lo contencioso-administrativo, la entidad de fiscalización superior de la federación, las comisiones estatales de derechos humanos, las entidades estatales de fiscalización, los institutos electorales estatales y los medios públicos que prestan el servicio de radiodifusión (en un transitorio). No analizo estos casos en el texto porque en ninguno de éstos se trata de organismos cuya naturaleza jurídica sea propiamente la autonomía constitucional.
3 Con la misma reforma se desaparecería al IFE y se crearía el Instituto Nacional de Elecciones que conservaría la autonomía constitucional del primero.
4 Al afirmar esto asumo que entre la fecha en la que escribo este texto (diciembre de 2013) y su publicación (febrero de 2014) se habrá aprobado el paso del IFE al INE.
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