Nexos
Héctor Fix-Fierro
La Constitución de Querétaro de 1917 es una de las más longevas del mundo. La mayoría de las constituciones vigentes son posteriores a la Segunda Guerra Mundial y buen número de ellas fueron expedidas después de la caída del Muro de Berlín en 1989. En América Latina todos los países de la región, salvo Costa Rica, México, Panamá y Uruguay han promulgado un nuevo texto constitucional después de 1978. La celebración del centenario de la Constitución mexicana en 2017 es un motivo para reflexionar tanto sobre su longevidad excepcional como sobre los problemas y dilemas que plantea el texto constitucional vigente.
Es verdad que México no ha expedido una nueva Constitución, pero en cierto modo contamos con un nuevo texto constitucional. El llamado Poder Constituyente Permanente ha estado muy activo: al día de hoy, el texto de la Constitución de 1917 se ha modificado 573 veces a través de 214 decretos de reforma.1 Casi dos tercios de esas reformas son posteriores a 1982 y sólo en el sexenio del presidente Felipe Calderón (2006-2012) se publicó casi una quinta parte de todas las reformas. El gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, que tomó posesión el 1 de diciembre de 2012, también ha iniciado su mandato con varias iniciativas de reforma constitucional, de las cuales algunas ya están aprobadas y publicadas (educación, competencia económica, telecomunicaciones, energía) y otras más se hallan en proceso de aprobación por los estados (transparencia, elecciones).
Este estado de cosas suscita varias preguntas: ¿Por qué se reforma tanto la Constitución? ¿Qué consecuencias tienen tantos cambios? ¿Necesitamos una nueva Constitución o sólo reorganizar la que tenemos?
¿Por qué se reforma tanto la Constitución?
Se ha dicho que se reforma la Constitución porque se cree en ella y porque es un factor central de legitimidad para el ejercicio del poder. Hay por ello la necesidad de adaptarla a las condiciones de una sociedad que se ha modernizado de manera acelerada en los últimos cien años.2 Ciertamente, ha habido muchas reformas innecesarias y hasta contraproducentes, pero los cambios de los últimos 30 años han tenido, en su mayoría, el propósito de moderar y reequilibrar el presidencialismo hegemónico que se consolidó desde los años treinta del siglo XX, así como el de introducir, a la vez, las principales instituciones del constitucionalismo contemporáneo.
Las peculiaridades de la “transición a la democracia”, que se ha logrado gracias a los acuerdos entre las principales fuerzas políticas, genera fuertes incentivos para que esos acuerdos puntuales se lleven íntegramente al texto constitucional, de manera que su reglamentación secundaria no quede en manos de uno solo de los partidos políticos o de una coalición de los mismos.3 Uno de los efectos visibles de este modo de proceder ha sido el carácter cada vez más extenso y reglamentario del texto constitucional.
Al día de hoy, el texto de la Constitución de Querétaro es 2.7 veces más extenso que el original de 1917, pues pasó de unas 22 mil palabras a 59 mil (y las reformas en camino harán crecer esta cifra nuevamente). Un buen ejemplo de este proceso de la creciente extensión es el del artículo 41. El Constituyente de Querétaro aprobó un texto de sólo 63 palabras. Hoy ese texto es 45 veces más extenso (casi tres mil palabras), pues contiene toda la reglamentación relativa al Instituto Federal Electoral, a la organización de las elecciones federales y a las prerrogativas de los partidos políticos nacionales, incluyendo el número de minutos de propaganda política en radio y televisión a que tienen derecho, dentro de los “tiempos del Estado”, durante las campañas electorales.
Cabe preguntarse si este ritmo de cambio y crecimiento del texto constitucional es excepcional o incluso patológico en un contexto comparado; quizá la respuesta deba ser no. El texto original de la Constitución brasileña de 1988 tenía una extensión aproximada de 40 mil palabras. Posteriormente, esa Constitución se ha reformado con bastante frecuencia: más de 70 decretos de reforma la llevan a alcanzar una extensión de unas 50 mil palabras. Las nuevas constituciones de Bolivia (2009), Colombia (1991), Ecuador (2008) y Venezuela (1999) —algunas ya también con reformas— son bastante extensas, con textos que oscilan entre las 35 y 45 mil palabras. Pero en el panorama mundial estos datos no son extremos. La Constitución de la India y la Constitución provisional de Sudáfrica rondaban las 100 mil palabras;4 la Constitución del estado de Louisiana, en Estados Unidos, llegó a tener unas 250 mil palabras antes de su reemplazo total en 1974.5
El incremento constante en la extensión del texto constitucional se ha traducido en verdaderas disposiciones reglamentarias. Son especialmente notorios, pero no únicos, los artículos 2 (derechos de los pueblos indígenas), 27 (dominio de la nación sobre los recursos naturales y propiedad agraria), 28 (competencia económica, banca central y telecomunicaciones), 41 (partidos políticos y procesos electorales), 79 (fiscalización de los recursos públicos), 99 (Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación), 107 (juicio de amparo), 115 (municipios), 116 (organización interna de las estados), 122 (régimen constitucional del Distrito Federal), 123 (derechos de los trabajadores) y 127 (remuneraciones de los servidores públicos). Muchos de estos artículos tienen el propósito de fijar programas de gobierno y políticas públicas y no solamente los lineamientos constitucionales esenciales de tales materias.
La dinámica de la reforma constitucional en México tiene consecuencias problemáticas y dignas de reflexión. La primera que se suscita es la del conocimiento de la Constitución, tanto por la población en general como por las elites gobernantes e intelectuales. Respecto de la población en general, contamos con encuestas de opinión que nos indican que cerca del 90% de los entrevistados considera que conoce “poco” o “nada” la Constitución.6
El desconocimiento de la Constitución obstaculiza también la identificación con ella como símbolo integrador de la comunidad. Podemos recordar aquí la idea de la “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”.7 Subyace a ella la noción de que el único documento jurídico común a todos los integrantes de una sociedad es la Constitución, lo cual los autoriza a opinar y participar en la vida constitucional. Sin embargo, muchos ciudadanos no lo perciben así. A la pregunta de si “los ciudadanos que no saben de leyes ¿deben o no deben opinar sobre los cambios a la Constitución?”, casi la mitad (42.1% en 2011) opinó que “no deben”, es decir, no sienten a la Constitución como “propia”.
Otra consecuencia es que un texto constitucional tan reglamentario obstaculiza la adopción de decisiones de política pública a través de la interpretación constitucional, tanto jurisprudencial como legislativa. Que las decisiones importantes queden plasmadas detalladamente en el texto constitucional implica reforzar la capacidad de veto de las minorías, al tiempo que se desalienta el funcionamiento normal de una democracia fundada en las decisiones de la mayoría. Aunque parezca paradójico, el mecanismo democrático del consenso y la negociación puede tener efectos antidemocráticos cuando se utiliza para restringir o bloquear decisiones mayoritarias a través del texto constitucional, pues si bien es sano que muchas decisiones colectivas sean fruto del acuerdo entre las fuerzas políticas, también lo es que éstas puedan diferenciarse en su oferta de gobierno, de modo que si el electorado les otorga una representación mayoritaria estén en condiciones de hacer realidad sus proyectos y someter sus resultados nuevamente al juicio de los ciudadanos. El debate público que se realizó en México con motivo de la “reforma petrolera” de 2008 constituye un buen ejemplo de la problemática apuntada.8
Hacia la renovación del texto constitucional
Llegados a este punto, ¿podemos o debemos hacer algo? La respuesta es sí. México no debe llegar a la celebración del centenario de su Constitución con el texto en las condiciones en que se encuentra ahora. Las opciones son dos.
En primer lugar, se ha debatido hace algunos años, y seguramente se volverá a discutir, la posibilidad de hacer una nueva Constitución para consumar el proceso de democratización. Por supuesto, mucho depende de qué se entienda por “nueva Constitución”. Si por tal se concibe el resultado de un proceso constituyente que reabriera temas como el modelo de Estado o de gobierno, o que tratara de resolver cuestiones para las cuales no hay consenso todavía, no hay duda de que la mayoría de los constitucionalistas mexicanos estaría en contra de tal opción y preferiría aceptar la dinámica actual de cambios puntuales como vía hacia una “nueva constitucionalidad”.9 Resulta significativo que ninguna de las principales fuerzas políticas del país esté proponiendo, en este momento, un proceso constituyente con vistas al centenario de 2017.
La segunda opción es renovar el texto constitucional. No se trata de una propuesta nueva ni original. Ya en 1998 Diego Valadés señalaba que “más que una nueva Constitución, cabría pensar en la utilidad de una revisión sistemática, una auténtica refundición, del texto vigente, para darle la unidad técnica y de estilo que ya perdió”.10 Tampoco faltan los ejemplos en el derecho comparado. Así, por ejemplo, Suiza promulgó en 1999 una nueva Constitución federal cuyo propósito principal fue actualizar el texto constitucional. Resulta ilustrativo de esta opción el mandato que el Parlamento impartió al gobierno federal suizo en 1987: “El Proyecto pondrá al día el Derecho constitucional vigente, escrito y no escrito, lo presentará de manera comprensible, lo ordenará sistemáticamente y unificará el lenguaje y la densidad normativa de los preceptos individualizados”.11
Para el caso de México la renovación implicaría dos procesos concomitantes: primero reordenar y luego reducir el texto constitucional. “Reordenar” significa organizarlo de tal manera que los artículos y disposiciones resultantes tengan mayor coherencia y uniformidad de contenido y estilo. “Reducir” quiere decir que es preciso reenviar las partes reglamentarias del texto a la legislación secundaria, para lo cual podría crearse una nueva categoría de leyes —las “leyes orgánicas constitucionales” o “leyes de desarrollo constitucional”— que fueran aprobadas por una mayoría calificada especial en el Congreso de la Unión y que impidiera su modificación sin un nivel importante de consenso entre las fuerzas políticas.12
Adicionalmente, debe pensarse en la conveniencia de diferenciar los procedimientos de reforma constitucional, distinguiendo la modificación puntual de la revisión parcial, para dar mayor racionalidad y orden a los cambios en el texto de la Constitución. También sería conveniente exigir que las iniciativas de reforma o adición que requirieran desarrollo a través de la legislación secundaria fueran acompañadas de los proyectos correspondientes, para evitar que las leyes de implementación de una reforma constitucional queden en suspenso, como ha sucedido con lamentable frecuencia en tiempos recientes.
El resultado debe ser el texto renovado de la misma Constitución de 1917; para ello es indispensable que conserve el número de artículos que tiene actualmente (136) y que sus artículos emblemáticos, como el 3, el 27, el 123 y el 130 conserven su materia y ubicación actuales, pero dentro de un conjunto ordenado de manera coherente, técnica y racional. La propuesta no incluye ninguna modificación en temas sustantivos y pendientes de resolución, pues ello depende de los consensos parciales que vayan logrando las fuerzas políticas. El hecho de que dichos temas hayan disminuido de manera importante en la agenda constitucional de los últimos años gracias a las reformas ya aprobadas aumenta, en principio, la probabilidad de lograr mayor estabilidad del texto en el futuro.
Por último, el texto renovado debería ser sometido a referéndum aprobatorio por parte de la ciudadanía, como una forma de restablecer el vínculo perdido entre ésta y su Constitución.
El factor de la cultura constitucional
La cultura constitucional de las elites y de la población favorece la dinámica actual de la reforma de la Constitución. Para las elites gobernantes la Constitución es una norma que debe establecer, de manera precisa y detallada, los principios y las políticas del Estado mexicano, incluso cuando no existen condiciones suficientes para su cumplimiento.13 Esto es una herencia del siglo XIX: la ley instituye primero, y regula después.14 Su propósito es diseñar el país al que se aspira, aceptando que puede tomar mucho tiempo hacerlo realidad. Aunque esta concepción corre el riesgo de caer en el “fetichismo constitucional”, es decir, en la idea de que basta incorporar un proyecto en el texto constitucional para que empiece a ser realidad, no hay duda de que ha tenido importantes consecuencias en el tiempo. Podría decirse que, desde el punto de vista de la historia constitucional, la irrealidad de ayer se ha convertido, paulatinamente, en la realidad de hoy. Las “batallas constitucionales” de ayer (régimen republicano, federalismo, separación entre Iglesia y Estado, equilibrio de poderes) se han ganado sustancialmente hoy, aunque todavía haya escaramuzas en los márgenes. Ante este éxito relativo cabe esperar que continúe la tendencia hacia la elaboración de textos constitucionales detallados y extensos que prefiguren los resultados sociales que la norma debe producir, así como su reforma frecuente cuando dichos resultados no se alcancen o sean insatisfactorios.
Por lo que se refiere a la población, sus expectativas y demandas también alimentan la máquina de la reforma constitucional. Aunque formalmente el pueblo no ha tenido hasta ahora participación directa en el procedimiento de reforma constitucional, sus expectativas pueden constituir una presión difusa, pero efectiva, para que continúe el proceso de cambios al texto de la Constitución. De acuerdo con las encuestas ya citadas, buena parte de los ciudadanos piensa que la Constitución actual ya no satisface las necesidades del país, por lo que es necesario reformarla o incluso realizar un Congreso Constituyente. Así, entre 2003 y 2011 aumenta de 42.1% a 56.5% el número de quienes contestan que la Constitución actual “ya no responde a las necesidades del país”, disminuye de 40.1% a 22.5% el de quienes opinan que “hay que dejarla como está”, y aumenta de 22% a 50.1% el número de quienes proponen “cambiarla sólo en parte”. Sin embargo, a pregunta expresa, planteada en 2011, de “¿se debería o no se debería convocar a un Congreso Constituyente (para hacer una nueva Constitución)?”, 47.2% respondió que “sí”, y otro 24.6% que “sí, en parte”, es decir, una mayoría muy importante parece estar a favor de una nueva Constitución.
La cultura constitucional así delineada no constituye un impedimento infranqueable para una propuesta como la que se esboza en este ensayo, pero sí significa que será difícil convencer, a los grupos gobernantes y al pueblo de la necesidad de renovar el texto constitucional actual, así como de modificar y moderar el ritmo de los cambios constitucionales. A tres años del centenario de la Constitución de 1917 tal propuesta implica quizá la única posibilidad de mantener el legado de la tradición constitucional mexicana, de fortalecer las indudables aportaciones de la Constitución de Querétaro a la estabilidad y continuidad institucional del país, y de recuperar el orgullo y la identidad que el pueblo mexicano puede y debe encontrar en su centenaria Constitución.
1 Reformas al 15 de enero de 2014. Contabilizamos como un cambio la modificación o las modificaciones (reforma o adición) a un artículo constitucional en un decreto de reforma. Es la misma contabilidad que emplea la página web de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión: http://www.diputados.gob.mx. Véase un análisis cuantitativo reciente y más completo de la dinámica de la reforma constitucional en Amparo Casar, María, “El fetichismo constitucional”, nexos, México, febrero de 2013.
2 Véase, por ejemplo, Valadés, Diego, La Constitución reformada, UNAM, México, 1987, p. 19; Carpizo, Jorge, “México: ¿hacia una nueva Constitución?”, en Hacia una nueva constitucionalidad, UNAM, México, 1999, p. 86.
3 Salazar Ugarte, Pedro, “Sobre la democracia constitucional en México (pistas para arqueólogos)”, en Política y derecho. Derechos y garantías. Cinco ensayos latinoamericanos, Fontamara, México, 2013, p. 99.
4 Casar, María Amparo e Ignacio Marván, Pluralismo y reformas constitucionales en México, 1997-2012, CIDE, México, 2012 (División de Estudios Políticos, Documento de Trabajo núm. 247), pp. 2 y ss.; sobre la extensión de la Constitución provisional de Sudáfrica (1993), Schauer, Frederick, “Constitutional Invocations”, Fordham Law Review, vol. 65, 1997, p. 1295.
5 Tarr, G. Alan, Comprendiendo las constituciones estatales (trad. de Daniel A. Barceló Rojas), UNAM, México 2009, pp. 13 y ss.
6 En México se han realizado hasta la fecha dos encuestas nacionales sobre cultura constitucional, en 2003 y 2011. Véase Concha, Cantú, Hugo A., Héctor Fix-Fierro, Julia Flores y Diego Valadés, Cultura de la Constitución en México. Una encuesta nacional de actitudes, percepciones y valores, UNAM, México, 2004. Los resultados de la segunda encuesta pueden consultarse en http://www.juridicas.unam.mx/invest/areas/ opinion/EncuestaConstitucion/. Las dos encuestas son similares y comparables en muchas de sus preguntas.
7 Häberle, Peter, El Estado constitucional, UNAM, México, 2001, passim.
8 Véase el resumen del debate en Cárdenas Gracia, Jaime, En defensa del petróleo, UNAM, México, 2009, pp. 123 y ss., particularmente en pp. 135 y ss.
9 Véanse los trabajos reunidos en Hacia una nueva constitucionalidad, México, UNAM, 1999.
10 Valadés, Diego, El control del poder, UNAM, México, 1998, p. 410.
11 Koller, Heinrich y Giovanni Biaggini, “La nueva Constitución federal suiza. Una visión general de las novedades y los aspectos más destacados”, Teoría y realidad constitucional, núms. 10-11, Madrid, 2002-2003, p. 612.
12 Fix-Zamudio, Héctor, “Hacia una nueva constitucionalidad. Necesidad de perfeccionar la reforma constitucional en el derecho mexicano. Las leyes orgánicas”, en Hacia una nueva constitucionalidad, cit., pp. 191-228. Un estudio más amplio es el de Sepúlveda, Ricardo, Las leyes orgánicas constitucionales: el inicio de una nueva constitucionalidad en México, UNAM-Porrúa, México, 2006.
13 La cultura constitucional de las elites gobernantes responde, claramente, al modelo que Michel Troper denomina la “Constitución como norma”. Véase Troper, Michel, “La máquina y la norma. Dos modelos de Constitución”, Doxa, vol. 22, Alicante, 1999, pp. 331-347.
14 López Ayllón, Sergio, Las transformaciones del sistema jurídico y los signficados sociales del derecho en México. La encrucijada entre tradición y modernidad, UNAM, México, 1997, cap. V.
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