Marzo/2013
Letras Libres
Nils Christie
Era un día soleado en una pequeña isla del fiordo de Oslo. Las aves
acababan de volar de sus hábitats invernales en el sur de Europa y
África, y sus cantos llenaban el aire. Había una granja. Varios hombres
trabajaban en los campos. Algunos descansaban. Tomaban el sol. Reconocí a
uno de ellos. Había matado a varias personas. La isla era una cárcel,
probablemente una de las mejores que tenemos en Noruega, sin cerraduras y
con pocas restricciones excepto la central: no se puede abandonar
permanentemente la isla hasta que uno no haya cumplido su sentencia.
Ese
mismo día por la tarde di una conferencia ante los presos y el
personal, y terminé con una pregunta dirigida a los internos,
apretujados en los bancos de atrás. Muchos noruegos, dije, consideran
esta isla un paraíso vacacional. Si les ofrecieran quedarse unas semanas
más después de haber cumplido su sentencia y cuando estuvieran a punto
de ser liberados, ¿qué dirían? Pongamos que les ofrecieran quedarse aquí
como en unas vacaciones normales de verano, pero además gratis. ¿No
sería una agradable alternativa para ustedes este verano? Siguieron
varios segundos de silencio, después un creciente murmullo y más tarde
un clamor: ¡No, nunca!
¿Por qué?
Incluso fragmentos de
paraíso se convierten en el infierno si se utilizan como parte de una
ceremonia de degradación, si quienes son enviados allí saben que su
estancia tiene como objetivo herirles y avergonzarles. El castigo es un
mal que pretende ser malo. A menudo, los visitantes del extranjero pasan
eso por alto. Es cierto que las condiciones materiales de las cárceles
escandinavas son en la mayoría de casos de un nivel elevado. Pero, a
pesar de ello, una cárcel es una cárcel. Una institución para infligir
dolor. Como muchos en mi país, creo que es importante reducir el nivel
de dolor infligido. Y el dolor lo es en todas las cárceles. Pero en el
infierno hay grados y algunos de los lugares que he visto en
Latinoamérica están en lo más alto.
Las cárceles están hechas para
el dolor, independientemente de las condiciones materiales en nuestros
Estados. Ser condenado a ingresar en la cárcel es ser condenado a la
mayor degradación.
Ventanas para ver
Las
cárceles son instituciones hechas para infligir dolor. Pero también son
una especie de ventana. Nos permiten ver algo más que montañas,
catedrales o viejos castillos de un país. A las agencias de viajes les
gustan los viejos castillos; con frecuencia los presentan en imágenes y
organizan recorridos para visitarlos. Son hermosos, pintorescos: una
copa de vino, y después de vuelta al hotel o a la playa.
Pero no
hay excursiones similares a las modernas realidades de las cárceles. En
ningún país. No hay anuncios que digan: “Venga a nuestro país, tenemos
las cárceles más grandes y modernas del mundo.” O: “¡Hemos creado una de
las sociedades más seguras de la tierra! ¡Tenemos más presos que ningún
otro lugar!” Estar en lo alto de una lista de instituciones diseñadas
para infligir dolor –o llamar la atención sobre la existencia de tal
lista– no es motivo de orgullo en ningún país.
Sin embargo, esas
listas pueden elaborarse fácilmente. Más abajo presento lo que llamo el
“panorama carcelario”. He seleccionado un número limitado de ejemplos;
podrían haberse incluido datos de cientos de Estados. Todos proceden de
las estadísticas que ofrece ICPS, el muy respetado Centro Internacional
de Estudios sobre la Prisión, de Londres. Esta es la lista:
En
lo más alto encontramos a los grandes encarceladores del planeta. En la
parte central he colocado a los países de gama media, y abajo están
algunos de los países con un número más limitado de presos.
Utilizo
tres indicadores. Primero está el número total de presos del país. En
segundo lugar está el número de presos por cada millón de habitantes del
país, y en tercero el porcentaje de presos pendientes de recibir
sentencia; es decir, en detención preventiva o a la espera de juicio.
Los maxi-maxi encarceladores
Estados
Unidos está en lo más alto de esta lista. Hay 2.2 millones de personas
encarceladas ahora mismo, lo que significa 71.6 presos por cada millón
de habitantes. El país ha experimentado un crecimiento extremo de su
población carcelaria. En 1991 Estados Unidos tenía solamente 1.2
millones de presos. Además del enorme número de encarcelados, están
todos los infractores que son controlados por el Estado aunque se
encuentren fuera de la cárcel, bajo fianza o en libertad provisional. En
este momento, entre 4.5 y 5 millones de habitantes viven en Estados
Unidos en esas circunstancias. En los últimos años todas las cifras
estadounidenses muestran un ligero descenso. El porcentaje de detenidos
en prisión provisional es de 21.5.
La Federación Rusa es el otro
gran encarcelador con más de 706,000 presos, o 49.3 por cada millón de
habitantes. El porcentaje de los presos que aún no están sentenciados es
15.2%.
Brasil es el tercer mayor encarcelador incluido en la
tabla, con más de medio millón de presos, lo que significa 27.6 por cada
millón de habitantes. El crecimiento ha sido notable. En 1992 tenía 114
mil presos frente a los 600,000 de hoy en día. En el caso brasileño,
como en el de varios países latinoamericanos, también resulta llamativo
el gran número de detenidos en prisión preventiva, a la espera de
sentencia. En las cárceles brasileñas, 37.6% de los presos no ha
recibido ninguna sentencia formal.
¿Y México? Tiene 240,000
presos, según mis fuentes, lo que supone 20.7 encarcelados por cada
millón de habitantes. Una vez más, el crecimiento ha sido considerable.
En 1992 había cerca de 60,000 personas encarceladas, lo que significaba
9.8 presos por cada millón de habitantes. Y una vez más es también
notable, incluso para las cifras de Latinoamérica, el gran número de
detenidos e internos en prisión preventiva que hay en México, que
alcanza la alarmante cifra de 40.3% de todos los encarcelados.
Los encarceladores medianos
Con
España estamos en el terreno común de la Europa occidental. Tiene una
población carcelaria de 68,685 presos, y 14.8 presos por cada millón de
habitantes. Solo hay 16% de presos en prisión preventiva o a la espera
de una sentencia. Pero también en España ha aumentado el número de
personas encarceladas: en 1992 eran 41,000.
Reino Unido,
Inglaterra y Gales están en los mismos puestos intermedios, con una
población carcelaria de 84,000 personas, 14.9 presos por cada millón de
habitantes. También tienen un número limitado de presos sin sentencia,
solo 13.6%. Y la población carcelaria ha aumentado desde los 45,817
hasta los actuales 84,000.
En los niveles más bajos
Aquí
encontramos a todos los países nórdicos, con Finlandia en lo más bajo
con una población carcelaria de 3,214 personas y 6 presos por cada
millón de habitantes. Dinamarca tiene 6.8 presos por cada millón de
habitantes, Suecia 7, y Noruega 7.1. Los detenidos a la espera de un
juicio representan 18% en Finlandia, 23% en Suecia, 26% en Noruega y 33%
en Dinamar[
¿Por qué estas grandes diferencias?
No
utilizaré mucho espacio y energía en tratar de explicar por qué las
cifras de encarcelamiento son tan altas. En lugar de eso, intentaré
explicar por qué en los países con niveles bajos tienen esos números y
también qué amenazas surgen de ese uso limitado de la encarcelación. Al
describir a los pequeños podremos entender mejor a los grandes. La
experiencia de estos países puede ser útil para la reforma en Estados
con grandes poblaciones carcelarias. Pero, por supuesto, algunos
ciudadanos, especialmente los privilegiados, que tienen un riesgo
limitado de ser encarcelados, pueden considerar positiva una gran
población carcelaria.
Algunos rasgos son característicos de los
países con un número limitado de presos: son pequeños, todos con
poblaciones de menos de diez millones. No han estado en guerra entre sí
durante cientos de años. Noruega fue “entregada” a Suecia después de las
guerras napoleónicas. Pero cuando Noruega proclamó su independencia de
Suecia en 1905, los suecos la aceptaron con considerable elegancia.
Finlandia es el país con una historia reciente más sangrienta,
particularmente por los conflictos y guerras con Rusia, y eso ha tenido
interesantes consecuencias históricas. Por tradición, estaba conectada
políticamente a Rusia. En esa época, tenía un sistema carcelario unido
al ruso. Los presos finlandeses eran enviados a cárceles de aquel país.
Entonces, la tradición de una alta tasa de encarcelación era una especie
de fenómeno natural; era lo que siempre había sucedido en Rusia, y por
lo tanto también en Finlandia. Pero Finlandia se independizó. Quería
distanciarse de la influencia rusa. En esa situación, la cultura
escandinava fue una protección. Cobraron importancia toda clase de
prácticas escandinavas. Las cifras carcelarias cayeron desde las medias
rusas a las escandinavas. Hoy en día sus cifras son las más bajas de los
países nórdicos. Las cárceles no son instrumentos racionales para
luchar contra el crimen. Son resultado de rasgos culturales, influencias
políticas y condiciones sociales.
Un rasgo común en todos estos
países es la aceptación del Estado de bienestar como parte esencial del
país. El bienestar significa bienestar para todos. Esta idea no es fácil
de combinar con el plan de infligir dolor deliberadamente. En debates
sobre el castigo en Noruega planteo en ocasiones una pregunta: ¿en
verdad queremos aumentar el nivel de dolor en nuestro país? Vivimos en
un Estado de bienestar. El objetivo máximo debe ser reducir el dolor en
la población. Bienestar y dolor son términos antagónicos. Aparte de eso,
está la idea de que aquellos que reciben dolor son en gran medida
aquellos miembros de la sociedad que han recibido más dolor: los pobres,
desempleados y sin educación, sin familia estable, sin casa decente. No
son el objetivo más deseable para administrar más dolor.
El
énfasis en la igualdad es un pensamiento afín a la idea de bienestar. El
bienestar para todos significa un elevado nivel de imposición y el
escarnio de aquellos que no declaran sus ingresos y no pagan lo que
están obligados a pagar. Hasta ahora, en los países escandinavos eso ha
puesto ciertos límites a la desigualdad en ingresos y riqueza. Es un
asunto importante cuando se habla del castigo. Una precondición para que
existan fuertes Estados del bienestar y para que se produzca un uso
limitado del castigo destinado a controlar a la población es la
capacidad para ver a los demás, para verlos como seres humanos, gente
similar a nosotros. No monstruos, sino seres iguales. Con distancia
social, esta capacidad se ve dañada.
Tengo experiencias muy
fuertes al respecto. Mi primera experiencia en la investigación
criminológica fue un estudio de guardias en campos de concentración. Fue
algunos años después de la Segunda Guerra Mundial. Comparé a guardias
que habían matado y maltratado a prisioneros con guardias que no lo
habían hecho. La conclusión fue clara: los guardias asesinos, en gran
medida, nunca habían estado cerca de los presos y no los veían como
seres humanos normales, sino como animales peligrosos. Los que no habían
asesinado habían estado mucho más cerca de ellos, habían visto
fotografías de su vida familiar pasada, habían charlado con ellos, los
veían como seres humanos, como a sí mismos. Las normas habituales de los
tiempos de paz se activaban: ¡No matarás!
Estudios posteriores apuntan en la misma dirección. Es el caso del famoso experimento de Milgram (
Obediencia a la autoridad,
1974) sobre la disposición a infligir descargas eléctricas a otras
personas. Esa disposición disminuye cuando la víctima está más cerca de
quien ha recibido la orden de torturarla.
Me temo que, a medida
que aumente la distancia social en nuestros países escandinavos, no
seremos capaces de mantener nuestra posición como países con un pequeño
número de presos. Un indicador notable es el creciente número de presos
extranjeros en las cárceles de Escandinavia. Resulta particularmente
visible en el caso de Noruega. Los porcentajes de presos extranjeros en
Escandinavia son los siguientes: Noruega, 32%; Dinamarca, 28%; Suecia,
27%; Finlandia, 14.5%. Noruega es ahora mismo el país escandinavo más
rico, una tierra de miel y petróleo.
Nuestra nueva riqueza es una
gran amenaza para nuestros valores básicos. En mi juventud vi a nuestro
primer ministro de la época en un tren, en un asiento de tercera clase,
por supuesto. Después abolimos por un tiempo las divisiones de clase en
los trenes. Pero ahora se están reintroduciendo poco a poco en los
trenes y aun en mayor medida en el transporte aéreo. Antes en mi cultura
la gente rica intentaba ocultar su riqueza. Lo ideal era seguir siendo
como la mayoría: ciudadanos normales y decentes. Eso es cosa del pasado.
La clase social ha vuelto. Visto desde abajo, la gente rica parece
tener una vida maravillosa, algo por qué luchar, sea con medios legales o
ilegales. Visto desde arriba, son importantes privilegios que defender.
Además, en los autodenominados Estados de bienestar, la distancia entre
las clases sociales aumenta cada año, probablemente con las mismas
consecuencias perniciosas que tan bien describieron Wilkinson y Pickett
en 2009 (
Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva).
Inevitablemente,
la distancia social se convertirá en un factor que aliente una política
penal más estricta. Tal como se ve desde arriba, la gente que está
abajo –si es que se considera gente– no merece nada más. Su pensamiento
dicta: “¿Puede ser que nuestra política de bienestar sea demasiado
generosa y nuestra política penal demasiado blanda?” Y, en línea con el
crecimiento de una subclase social, se considerará más importante
combatir la droga y no las diferencias de clase.
La fracasada guerra contra las drogas
Aquí
en el norte somos muy morales. Y, como emigrantes, nuestros antepasados
también se llevaron una parte importante de esa moralidad a Estados
Unidos. Sabemos que Jesús usaba vino, pero no le gustaba. Muchas
iglesias de mi país utilizan vino sin alcohol en sus rituales
religiosos. Durante un tiempo también prohibimos el brandy y los licores
más fuertes, como el de cereza. Se prohibió todo uso del alcohol. Al
principio funcionó bien; la salud de la población en general mejoró.
Pero después comenzó el contrabando. Una parte cada vez mayor de la
población aprendió a hacer su propio brandy, o empezó a comprar el que
otras personas elaboraban en sus casas. La importación ilegal surtía a
los que carecían de conocimientos o paciencia para la producción casera.
Se desarrolló una economía sumergida, tal como la describió Johansen (
Brennevinskrigen. En krønike om Forbudstidens Norge,
1985). Pero luego, al cabo de un tiempo, los antiprohibicionistas
recibieron una ayuda inesperada. Portugal no nos compraría pescado seco
si nosotros no comprábamos sus vinos más fuertes. De modo que abolimos
la prohibición un poco antes de lo que habríamos hecho en otras
circunstancias y creamos un monopolio estatal para la venta de todo tipo
de alcoholes excepto cerveza.
Pero las drogas se consideran algo
muy distinto. Es la sustancia maligna número uno. En 1985 publiqué junto
a Kettil Bruun, un colega finlandés, la primera edición de un libro que
llamamos
El enemigo adecuado. El título subraya el estatus
peculiar de determinadas drogas. No todas las drogas. No el café o el
té; sustancias bien instaladas que nos dan energía y nos mantienen
despiertos. Tampoco el tabaco, el gran causante de cáncer. Y, por
supuesto, tampoco, de nuevo, el alcohol, que siempre ha sido la mayor
fuente de problemas en los países nórdicos, sobre todo en lo que
concierne a actos violentos. Los enemigos adecuados eran las sustancias
sin grandes defensores en la cultura nórdica y la estructura de poder, y
–al menos al principio– mayoritariamente consumidas por jóvenes y otros
grupos sin influencia política. De modo que, sin dudarlo, entramos en
una guerra contra las “nuevas” drogas: aquellas que hasta entonces
habían sido prácticamente desconocidas para nosotros. Tratamos de
mantenerlas a raya con leyes penales excepcionalmente fuertes contra su
importación y consumo y, obstinadamente, continuamos con esas medidas.
No triunfamos y las drogas están aquí para quedarse. Pero, aun así,
continuamos. Las propuestas para disminuir el nivel de castigo o
legalizar algunas de las drogas y hacer que estén disponibles en
farmacias o por medio de un monopolio estatal, como ocurre con el vino y
el licor, son recibidas casi siempre con un silencio ensordecedor.
Y
después sucedió –tanto en el plano nacional como en el internacional–
lo que no podía sino suceder: aparece un mercado negro de considerable
tamaño, aquí y por supuesto en los lugares de producción. Con nuestra
sólida economía, esas drogas tremendamente deseadas son muy rentables en
el mercado negro. Pero Noruega contraataca. Una parte excepcionalmente
grande de nuestros presos están en la cárcel por importar, vender o
consumir drogas. Con obstinación, las autoridades insisten: mantengamos
limpias las calles, sin drogas. Sigamos con nuestra política de
prohibición total para proteger a nuestros hijos. El informe de la
Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia no tuvo ningún
impacto aquí en el norte. Ni tampoco la Comisión Global de Políticas
sobre la Droga. Kofi Annan formaba parte de ella, y también nuestro
exministro de exteriores Thorvald Stoltenberg, padre de nuestro actual
primer ministro.
Creo que podríamos proteger a los jóvenes de una
manera más eficiente y humana con un sistema de estricta regulación de
la venta y el consumo de las drogas, en lugar de la total prohibición
que tenemos ahora. Y, en ese sentido, los costes de tener una economía
sumergida son muy importantes. Nuestra prohibición de una sustancia muy
deseada, producida en el sur y relativamente fácil de transportar al
norte, es una prohibición con tan malas consecuencias, tanto en el norte
como en el sur, que todo el sistema debería ser abolido. Estricta
regulación y control, sí. No heroína en los quioscos. Pero el comercio
debe realizarse a la vista. Abierto a los controles aduaneros, abierto a
la tasación. Abierto al control de calidad de las sustancias. Abierto a
todas las trivialidades de las sociedades civilizadas, y sin que
necesite métodos policiales y sentencias a prisión como ahora. Como ha
dicho mucha gente desde hace tiempo: la guerra contra las drogas ha
terminado. Han ganado las drogas.
De vuelta a tiempos medievales
Existe
un interesante parecido entre la situación social en Estados con una
gran economía sumergida y lo que sabemos de la historia de la Edad
Media. Una gran economía sumergida significa que el poder estatal se
encuentra debilitado. Eso significa que cada hombre (y en esta rápida
mirada histórica eran hombres, no mujeres) tiene que luchar por sí
mismo. En esas situaciones es una virtud ser reconocido como alguien
fuerte, con frecuencia también peligroso. No se engaña a un hombre así.
Si lo intentas, puede vengarse. Y no hay otras personas a quienes
recurrir, a menos que en algún momento uno se haya podido aliar con
alguien.
La economía sumergida también tiene, obviamente, sus
reglas. Es una situación condenada a producir violencia. Como señala
Norbert Elias en su libro
El proceso de la civilización, la violencia interpersonal disminuye cuando el poder se vuelve más centralizado. Steven Pinker subraya este aspecto en
Los ángeles que llevamos dentro.
Allí
donde domina el mercado negro, donde no hay reyes fuertes, solo Estados
débiles, vuelven a necesitarse hombres fuertes. Es más: vuelve a
necesitarse la cooperación con hombres fuertes. Si me quedo solo, pueden
aplastarme. Con un hombre fuerte a mi lado, tengo una especie de
seguro. La economía sumergida creada por la prohibición de las drogas
nos devuelve a los problemas de la Edad Media.
Rayos de esperanza
Pero
hay algunas señales que invitan al optimismo. En primer lugar, la
credibilidad de la guerra contra las drogas parece estar
considerablemente debilitada. La Comisión Global de Políticas sobre
Drogas, dominada por Estados Unidos, ha sido muy criticada últimamente. Y
las bajas de la guerra han cobrado mucha visibilidad. Lo que sucede en
México ha sido importante para abrir los ojos. También lo han sido las
descripciones de las condiciones carcelarias creadas por el enorme flujo
de drogadictos y traficantes. Las bajas cifras de encarcelados en
Escandinavia serían aún menores con una reforma así. El porcentaje de
reos con condenas relacionadas con la droga es actualmente de 32% en
Suecia, 26% en Noruega, 21% en Dinamarca y 15% en Finlandia. En
Escandinavia, como en otras partes del mundo, una estricta política
prohibicionista esconde la pobreza. Las calles y los vecindarios están
limpios. Se nos oculta la inquietante visión de la miseria. Está lejos.
Está en la cárcel. Un elemento importante que impide el cambio, sobre
todo en Estados Unidos, es la privatización de la industria carcelaria.
Se gasta una enorme cantidad de dólares con el fin de no cambiar leyes
en un sentido más tolerante. La tolerancia sería mala para los negocios.
Quizá haya esperanza en un enfoque completamente distinto: civilizar los conflictos.
Conflictos, no delitos
Pero
también hay fuerzas que empujan en sentido opuesto. La más importante
puede ser la reciente tendencia a civilizar muchos conflictos. Cuando
alguien se porta mal, puede considerarse un delito, un acto que exige un
castigo. Pero también es posible verlo como un conflicto, un
acontecimiento que hay que describir, comprender y por el que finalmente
hay que resarcir. Varios países han incluido en sus leyes consejos para
gestionar así sus conflictos. Más de 12,000 conflictos se abordaron de
este modo en Noruega el año pasado. La pregunta central no es: “¿Por qué
lo has hecho?” sino “¿Qué ha pasado?” Y con ello todo se vuelve mucho
más claro: muchos implicados en casos como estos están más interesados
en saber, en comprender, que en infligir dolor a la otra parte. Infligir
dolor debería ser la última alternativa posible a la hora de crear
sociedades en las que valga la pena vivir. ~
Traducción de Ramón González Férriz