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Saúl López Noriega
La decisión de la Suprema Corte de liberar de la cárcel de manera inmediata a Florence Cassez desató fuertes y encontradas reacciones en la opinión pública. Como pocos, este caso reunió ingredientes difíciles de digerir social e institucionalmente. El secuestro como uno de los delitos más sensibles para la sociedad, un episodio emblemático de algunos de los errores más graves de la política en contra del crimen organizado del gobierno de Calderón, repercusiones políticas que rebasaron las fronteras para ubicarse en la agenda diplomática entre Francia y México, medios de comunicación señalados como corresponsables de algunas de las actuaciones policiacas sometidas a escrutinio, una fallida labor pedagógica sobre la relevancia del debido proceso, así como una danza de egos al interior de la Corte que dificultó sumar una mayoría que resolviese este asunto.
Tal vez, por todas estas vicisitudes, varios de los que califican de atinada esta sentencia la han celebrado como un punto de inflexión en el fortalecimiento del debido proceso en el Estado mexicano. Es cierto, se trata de una decisión importante que puede ser decisiva para acabar con la perniciosa práctica gubernamental de exhibir mediáticamente a personas, anulando su derecho a la presunción de inocencia. Pero también es cierto que la decisión Cassez no es un caso excepcional. La Suprema Corte, y en particular los ministros de la Primera Sala, desde hace varios años han resuelto asuntos donde han redefinido las reglas respecto de cómo la autoridad debe juzgar a una persona. Casos como “Acteal”, “Jacinta”, “Alberta y Teresa”, “Hugo Sánchez” y “Cassez”, con sus significativas diferencias técnicas, están unidos por un hilo común: el otorgamiento del amparo para una liberación inmediata de la cárcel por violaciones al debido proceso.
Vale aclarar, no obstante, que el valor del debido proceso no reside en proteger los caprichos de abogados embelesados por las formas jurídicas. Esta perspectiva es errónea y da municiones a la abrumadora mayoría de la población que considera desafortunada la sentencia Cassez por dejar en libertad a una delincuente y ningunear a las víctimas tan sólo por unos requisitos leguleyos. En un contexto democrático, más bien, el debido proceso es relevante por su efecto disuasivo frente a la autoridad. Su objetivo es fijar los incentivos adecuados para que los agentes del Estado en el ejercicio de ese enorme poder que es la fuerza pública no resbalen en la tentación de abusar de ésta al relacionarse con los miembros de su sociedad. Y, en su caso, elevarles el costo de tal manera que la prueba, aprehensión o cateo ejecutado sin respetar tales resortes disuasivos, envueltos en formalidades jurídicas, no sea válido. De eso se trata el debido proceso: fijar los términos en que el Estado debe interactuar con nosotros, sus habitantes, para efectos de evitar la arbitrariedad, cuando existe una enorme asimetría de poder entre sí —al grado de estar en riesgo nuestra integridad física, libertad, propiedad e intimidad.
Un ejemplo: un grupo de policías ingresa a un domicilio en busca de cocaína con una orden de cateo autorizada; no encuentran ninguna droga pero sí un cadáver. ¿Es válido utilizar como prueba ese cuerpo? En Estados Unidos en su momento consideraron que no, pues de lo contrario se creaba el incentivo de que la autoridad “sembrara pruebas” para inculpar a personas inocentes de ciertos delitos. Además de que con este criterio se buscaba evitar una política contra el crimen resultado del azar o de corazonadas, para impulsar más bien una propia de la investigación e inteligencia. Años más tarde se moderó esta regla permitiendo algunas excepciones: el hallazgo podía servir de prueba siempre que fuese obtenido de buena fe por la policía.*
No siempre, por supuesto, es sencillo trazar un equilibrio adecuado. Sin embargo, la solución no es eliminar el debido proceso, sino discutir su diseño a partir de dos puntos clave: ¿Cuáles son las conductas que queremos evitar por parte de las autoridades cuando se relaciona con nosotros?, y ¿qué tipo de resortes institucionales se deben establecer para disuadirlas? Este es el rasero para evaluar los otros precedentes de la Suprema Corte sobre este tema.
Un criterio rector, en este sentido, que fijó la Corte hace algunos años es el de la prueba ilícita. El cual establece que cualquier prueba obtenida de manera irregular —por contravenir el texto constitucional o legal— no puede ser considerada válida para juzgar a una persona. Y no sólo eso: todas aquellas pruebas fruto de esa prueba no válida, aun si éstas sí cumplen con sus correspondientes requisitos, también deben ser consideradas inválidas. Así, si la autoridad busca sentenciar, por ejemplo, a una persona por el delito de violación con la única prueba de un examen genético amañado, tendrá el costo de perder el juicio. A menos que logre reunir otras pruebas que sí cumplan con las exigencias jurídicas y sean suficientemente sólidas para alcanzar su objetivo.
En el tema de las pruebas testimoniales, aprovechadas por las autoridades durante décadas para realizar abusos, la Corte ha señalado que los testimonios no son suficientes para sentenciar a alguien a menos que vengan fortalecidos mediante otras pruebas, y con la condición de que el testigo haya conocido los hechos de manera directa. Es decir, imaginemos que alguien asegura que cometimos el delito de homicidio. Si tal testimonio no se acompaña de otras pruebas, la autoridad no podrá condenarnos. Diluyéndose, de esta manera, el incentivo para que la autoridad busque testigos coaccionados. Pero si, además, resulta que dicha persona sabe que somos responsables de ese delito porque otro individuo se lo contó, entonces el testimonio como prueba es enteramente inocuo. Esto sin olvidar que los testimonios deben rendirse de manera libre y espontánea; de tal forma que se deben evitar prácticas comunes como utilizar álbumes fotográficos para identificar a un acusado cuyo diseño coloque debajo de algunas imágenes la leyenda de “secuestrador” u “homicida”. Ni tampoco se deben mostrar fotografías a aquellos testigos que no hayan manifestado que podían reconocer a los acusados o sin que hubiesen ofrecido la razón por la cual estarían en posibilidad de identificarlos.
Otro filón que ha explotado la Corte es el de los derechos indígenas que, justo por su condición de vulnerabilidad sociocultural, en su caso el debido proceso debe ser reforzado. ¿Es posible, por ejemplo, considerar que un indígena hallado culpable de un delito ha tenido una defensa adecuada, cuando a lo largo del juicio nunca tuvo un asesor o intérprete que le explicara las diversas aristas legales en las que estaba involucrado? En respuesta a esta y otras situaciones, que son harto comunes en los tribunales de nuestro país, los ministros han establecido que en todos los juicios en que un indígena sea parte se tome en cuenta su cultura. Y, por tanto, deba ser asistido por defensores que tengan conocimiento de su lengua. Por otro lado, hay precedentes de la Corte que señalan que los jueces tienen la obligación, al juzgar a un indígena, de allegarse de opiniones respecto si la conducta delictiva que realizó éste tiene otra connotación en sus usos y costumbres que pueda eventualmente exonerarlo o atenuar su pena —tal es el caso de la ingesta de huevos de tortuga que puede ser un delito pero que en ciertas comunidades indígenas es parte de festividades de larga tradición.
Muy recientemente, y de enorme utilidad para ir entendiendo los derechos de las víctimas en el desarrollo de un juicio, la Corte ha apuntado que éstas tienen oportunidad de impugnar cualquier decisión relacionada con la comprobación de la existencia del delito y la responsabilidad penal de la persona acusada, además de contar con el derecho a aportar pruebas durante el juicio. Esto permite que la víctima no se reduzca a un mero espectador y pueda participar durante el proceso si considera que el ministerio público o el juez no están realizando su trabajo de manera adecuada. Lo más relevante es que de esta manera la víctima puede influir, en la medida de sus posibilidades, en que las autoridades se ciñan justamente al debido proceso para satisfacer sus intereses.
La Corte, a su vez, ha empezado a trazar los puntos finos respecto a los supuestos en que la autoridad sí puede registrar nuestro domicilio, a robustecer la protección de nuestras comunicaciones privadas frente a nuevas tecnologías como el correo electrónico, así como a evaluar el serio problema de detenciones de personas que no son entregadas sin demora a la autoridad competente. Son señales positivas, cimientos para una reconstrucción del debido proceso. Y, por ello, hay que tener cuidado de los coletazos que busquen derrumbar estos avances. No hay que olvidar que tres años después de que la Corte considerara inconstitucional el arraigo —ese limbo jurídico que justifica que la autoridad nos prive de la libertad sin ningún indicio, prueba o acusación formal— las tres principales fuerzas políticas aprobaron una reforma en 2008 para ubicar esta figura justo en nuestra Constitución. Lo cual significó constitucionalizar uno de los incentivos más perversos para aguijonear abusos de la autoridad y, de esta manera, quebrar un eslabón medular del debido proceso.
* Para un mapeo de la evolución de esta regla y sus excepciones en la Corte Suprema de los Estados Unidos, ver: Mijangos y Gonzalez, Javier, “La doctrina del exclusionary rule en la Corte Suprema de los Estados Unidos de América”, en Revista del Instituto de la Judicatura Federal, PJF, México, No. 31, 2011. Consulta aquí: http://bit.ly/XwNDXv
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