Letras Libres
Rosalinda Salinas Durán
¿Es posible asociar el concepto del bien común, a partir del cual se deben organizar las políticas públicas de un Estado, con la imposición de una pena privativa de libertad?
Para aportar elementos que sirvan a la discusión recurro al texto “El umbral del dolor”, del criminólogo noruego Nils Christie, quien utiliza una estadística realizada por el Centro Internacional de Estudios sobre la Prisión de Londres. En dicha estadística aparecen listados los cuatro países con la mayor proporción de personas encarceladas por cada cien mil habitantes. México ocupa el cuarto lugar de la lista, antecedido por Estados Unidos, Rusia y Brasil. Tener el cuarto lugar a nivel mundial de los países que más encarcelan en el mundo no es motivo de orgullo, sobre todo porque en el mismo estudio citado por Christie se menciona que el 40.3% de las personas recluidas en nuestro país se encuentran sujetas a proceso, lo que nos coloca en el nivel más alto en el uso de la prisión preventiva.
No usamos la prisión como último recurso; por el contrario, es la primera opción para aplicar sanciones penales. Las penas alternativas tienen menos recurrencia que “la celda”. En nuestras políticas públicas de justicia penal no estamos pensando en opciones “fuera de la celda” sino en administrar un sistema de prisiones que ha crecido exponencialmente en los últimos años, particularmente a nivel federal: de cinco centros con que se contaban en 2006, ahora se cuentan trece. Es decir, somos un país que tiende a encarcelar pese a que, de conformidad con la doctrina, la jurisprudencia, tratados, convenciones y pactos internacionales de los que somos parte,[1]privar de la libertad a una persona debe ser el “último recurso”.
A esta certeza hay que sumar las condiciones de las cárceles, el deterioro de espacios e instalaciones, las malas condiciones de higiene, insuficiencia y la mala calidad de alimentos, hacinamiento, actos de corrupción y grupos de poder, solo por mencionar algunos. Esto lleva a cuestionar si México establece sus políticas públicas teniendo como eje trasversal el ideal de “bien común” o si es un Estado represor.
Es lógico que a toda conducta antijurídica corresponda una sanción; lo que aquí se discute es la eficacia de una sanción punitiva de acuerdo con los resultados de las mismas. La cárcel produce un efecto de prisionización, es decir, que la persona interioriza usos y costumbres de la cárcel entre más tiempo permanezca privada de la libertad, lo que inhibe la participación en el progreso social, económico, tecnológico y laboral del país. En su conjunto, la cárcel representa un nuevo estado de marginación.
Sobre esta idea, Nils Christie destaca que las diferencias sociales es el factor determinante para el endurecimiento de las penas debido a que las “clases altas” y con poder de decisión, dejan de ocuparse de problemas que les son ajenos, deja de haber una empatía con los sectores marginados y en cambio hay desinterés en subsanar las causas de origen del delito, por lo que la tendencia es segregar de la sociedad a la persona que delinque.
¿Cuál sería entonces la solución si nos apegamos a los intereses del derecho penal y del bien común? Christie asegura que una de las razones por la que países como Noruega, Suecia, Dinamarca y Finlandia han logrado tener índices muy bajos de reclusión es porque la prisión es parte de un sistema de bienestar general, lo cual evita que dentro de los muros de las prisiones se administre sufrimiento. Así, estos países hacen de sus prisiones instrumentos racionales en la lucha contra el crimen y no el resultado de acuerdos político-culturales derivados de las condiciones sociales.
Por otro lado, Christie omite integrar en su análisis el tipo de delito para el cual se usa la prisión preventiva. Si observamos el caso de la ciudad de México –que concentra casi la quinta parte de la población encarcelada del país–, el 80% se encuentra en prisión por delitos de robo, y de ellos, más del 50% por robos pequeños. En las cárceles de la ciudad de México hay personas purgando penas por el robo de comida, de enseres básicos de higiene personal, de autopartes, robos diversos relacionados con el uso y consumo de drogas que socialmente reportan un bajo impacto en comparación con los delitos de privación ilegal de la libertad o de la vida.
Para avanzar hacia el buen uso de las penas de encarcelamiento, necesitamos medir la utilidad real de la prisión,[2]así como sus efectos colaterales, y buscar nuevas formas de justicia restaurativa, encauzada a reparar el daño a las víctimas, y a cimentar un proyecto de vida lícito, útil y posible[3]para las personas reclusas, más que a solo confinar. La cárcel no puede ser considerada una política de “uso común”, si a lo que el Estado aspira es al “bien común”. ~
[1] Ejemplo
de esto es elPacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos,
adoptado y abierto a la firma, ratificación y adhesión por parte de la
Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966, en
su resolución 2200 A (XXI). Entró en vigor el 23 de marzo de 1976. En el
artículo 9 señala que la prisión preventiva de las personas no debe ser
la regla general. Para mayor referencia véanse las Reglas Mínimas de
las Naciones Unidas sobre las Medidas no Privativas de Libertad (Reglas
de Tokio), adoptadas por la Asamblea General de la ONU en su resolución
45/110 del 14 de diciembre de 1990, que tienen por objeto promover la
aplicación de medidas no privativas de la libertad y fomentar una mayor
participación de la comunidad en la gestión de la justicia penal,
especialmente en lo que respecta al tratamiento del delincuente, así
como fomentar entre los delincuentes el sentido de su responsabilidad
hacia la sociedad.
[2]
Desde el año 2002 la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal
ha documentado, a través del Diagnóstico Interinstitucional del Sistema
Penitenciario, y los Informes Especiales 2003-2004 y 2005, así como el
temático sobre Salud en Reclusorios 2010-2011, las condiciones de las
prisiones de la ciudad de México.
[3] La Ley de Ejecución de Sanciones Penales y Reinserción Social para el Distrito Federal, publicada en el Gaceta Oficialel
17 de junio de 2011, dispone que se debe dar a las personas privadas de
libertad un tratamiento individualizado y progresivo, mismo que debe
actualizarse cada seis meses de acuerdo con los avances que se
presenten. A pesar de que ese tratamiento no cumple con los requisitos
de ley, en los reclusorios se ofrecen –como una oferta abierta– una
serie de talleres, cursos, trabajo y educación. El recluso accede a
ellos de acuerdo a sus intereses y a los lugares que ofrece cada
actividad, lo que, con frecuencia, es insuficiente.
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