lunes, 25 de marzo de 2013

Catástrofe penitenciaria en México y reforma penal

Marzo/2013
Letras Libres
Guillermo Zepeda Lecuona

La evidencia de la crisis penitenciaria
Las cifras de la catástrofe penitenciaria son contundentes y de urgente atención. En nuestro país hay 240 mil internos distribuidos en 419 centros penitenciarios, cuya capacidad máxima es de 190 mil personas. Esto significa que la ocupación penitenciaria es de 126%. Como país excedemos los límites establecidos por la Organización de las Naciones Unidas, que considera que privar de su libertad a una persona en condiciones de hacinamiento (más de 120% de ocupación) es un trato cruel. Sin embargo, esta tasa de ocupación es apenas un promedio. Los centros penitenciarios más grandes del país están a más del 200% de su capacidad. Dos de cada tres internos en México viven hacinados.
Uno de cada tres internos del país (sobre)vive en el Distrito Federal, Estado de México o Jalisco. Concentraciones de entre tres mil y trece mil personas son bombas de tiempo esperando detonación en los centros penitenciarios como los preventivos Sur (252% de ocupación penitenciaria), Oriente (al 233%) y Norte (al 220%) en el Distrito Federal; Puente Grande (al 258%) y el Centro Preventivo de Guadalajara (al 234%), en Jalisco, así como el Centro Penitenciario de Ecatepec, al 298% de su capacidad en el Estado de México. Con menos de 3 mil internos, pero con mayor hacinamiento están los centros de Jilotepec (al 353%) y Chalco (al 305%), también en el Estado de México.
Nuestro país reúne las características de lo que el penitenciarista Elías Carranza ha denominado “genocidio carcelario”. Además de un hacinamiento predominante, se ha documentado que en los centros penitenciarios prevalece la corrupción y el autogobierno (quienes mandan son las camarillas de internos que someten y extorsionan al resto). En el sistema penitenciario nacional hay ocho internos por cada custodio, y considerando los turnos, vacaciones, incapacidades o comisiones, llega a haber hasta veinticinco o treinta internos por custodio (para no hablar de los días de visita).
Los motines, las fugas, los suicidios, las riñas y los homicidios se han incrementado exponencialmente. En 2011 se registraron ciento dieciséis homicidios y en 2012 se superó la cifra, rondando los ciento sesenta. Según informó en septiembre de 2012 la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en las cárceles mexicanas se habían cometido 352 homicidios en dos años. Los grupos del crimen organizado han extendido sus disputas a las prisiones. Un interno de los centros penitenciarios de Nuevo León, Tamaulipas, Sinaloa o Durango tiene ocho veces más probabilidades de morir hoy que la población en general de nuestro país.
Las adicciones, las enfermedades y la reducción en la expectativa de vida por el creciente deterioro de las condiciones de internamiento son un tema humanitario y de salud pública. La prevalencia del sida entre los varones en reclusión es el doble de la población en general, y entre las mujeres internas es cinco veces mayor que la de las mujeres en libertad.
Una política criminal muy completa
En las prisiones estallan y se hacen evidentes las improvisaciones, las contradicciones y las incongruencias de la política criminológica. Desde el ámbito penitenciario, las políticas criminológicas de las autoridades mexicanas no resisten el menor análisis sobre su efectividad: en México se ha duplicado la población penitenciaria sin que los mexicanos nos sintamos dos veces más seguros. Al contrario, a pesar de que las víctimas solo reportan 12.8% de los delitos que se comenten (encuesta del inegi de 2012), la incidencia denunciada sigue creciendo. Los homicidios intencionales se duplicaron en tan solo cinco años; y los delitos violentos y de alto impacto, como el secuestro, han aumentado entre 50% y 70% en el último lustro (Sistema Nacional de Seguridad Pública).
Los criminólogos estiman que 5% de los delincuentes son los responsables de alrededor de 60% de los delitos de alto impacto (bandas que en una noche roban cuatro o más vehículos, que tienen secuestradas a varias personas simultáneamente, o grupos que se dedican a extorsionar y asesinar). Si aumentan los internos en los centros penitenciarios y no bajan estos delitos quiere decir que no se está acertando al sancionar a este segmento de la delincuencia que nos ha robado la tranquilidad.
Entonces, ¿a quiénes estamos encarcelando? Principalmente a personas acusadas, procesadas y sentenciadas por delitos menores: una de cada tres condenas de los tribunales mexicanos (34.7%) impone menos de un año de prisión; y 12% más de un año de prisión, pero menos de dos años. Estas condenas de menos de dos años de prisión (46.7%: 61,835 personas en 2011) pueden conmutar (cambiar) su sanción por una multa económica de alrededor de mil pesos, cuando ya costaron al erario 10 mil pesos de averiguación previa; 14 mil pesos de proceso penal y 150 pesos diarios en los frecuentes casos en los que tuvieron que esperar su sentencia en prisión. Otro 12.1% (15,955 personas en 2011) reciben sanciones de más de dos años de prisión, pero menos de tres, lo que los hace candidatos a una libertad condicional o algún otro beneficio. Es decir 58.9% de los recursos del sistema penal están destinados a investigar, procesar y sancionar delitos menores (gráfica 1).

Incluso en la competencia federal, la administración 2006-2012 que decía centrar su política criminológica en el combate a la delincuencia organizada presenta cifras desconcertantes: las sanciones de menos de un año de prisión (que se conmutan por multa de alrededor de mil pesos) se triplicaron; en tanto que las condenas de más de siete años, asociadas con las conductas más graves relacionadas con el crimen organizado, disminuyeron.
Si conductas como el daño derivado de accidentes de tránsito no se enjuiciaran por juzgados penales, y los delitos menores de imprudencia o de posesión de narcóticos se sancionaran con penas distintas a la prisión, se reduciría la probabilidad de que personas sin antecedentes penales fueran sometidas a procesos desgastantes que terminan destruyéndolas y no representan ninguna aportación a la seguridad ciudadana.
El último recurso de la sociedad debe ser el proceso penal y debería evitarse a todo trance que una persona sin antecedentes penales o acusada de un delito no violento ingrese a una prisión. Está demostrado que el quedar con antecedentes penales, recibir sanciones penales mínimas o ser estigmatizado como exconvicto tiene efectos criminógenos, pues es difícil que alguien que estuvo en la cárcel se pueda reinsertar en la sociedad y obtener un trabajo en la economía formal y lícita. Una de cada cinco personas que ingresan a prisión ya habían estado en un centro penitenciario anteriormente. En los centros penitenciarios se recluta a internos jóvenes que pronto saldrán en libertad (por las breves condenas que les son impuestas) para incorporarse a las bandas criminales lideradas desde las prisiones.
Si se desarrollaran sanciones no privativas de libertad como los servicios comunitarios, multas, suspensión condicional de la pena o tratamiento en libertad para delitos menores y no violentos, se podría evitar la experiencia penitenciaria a miles de personas sin que por ello se pusieran en riesgo los derechos de las víctimas y la seguridad de la ciudadanía.
Otra causa fundamental del hacinamiento penitenciario es el abuso de la denominada “prisión preventiva”, esto es, el encarcelamiento de personas en tanto se resuelve su caso a través de una sentencia. El legislador mexicano tradicionalmente ha optado por el “catálogo de delitos graves”. Si una persona es señalada y procesada por una de las noventa modalidades delictivas que tiene ese catálogo, se pierde el derecho a permanecer en libertad durante el proceso. El problema es que, sin el menor discernimiento, en esos catálogos se han incorporado conductas que dejan en prisión a personas por delitos no violentos. Por este tipo de políticas el día de hoy 98 mil personas están en prisión preventiva (40.8% del total de los internos). Se presumen inocentes ante la Constitución, pero duermen en la cárcel.
Se ha demostrado que al menos un 40% de las personas sujetas a prisión preventiva podrían estar en libertad hasta el momento de su juicio sin que existiera el riesgo de que se fugaran o representaran un peligro para la sociedad. En cambio el erario dedica todos los días 36 millones de pesos para la operación del sistema penitenciario, más 19 millones de pesos que diariamente las familias de los internos deben gastar en la defensa legal y gastos personales del interno, pagos indebidos a autoridades y a otros internos, así como en traslados y horas laborales para las visitas.

Algunos datos alentadores: la reforma penal
En México no se ha trabajado en desarrollar legislativamente y dotar de instituciones y presupuesto a las sanciones no privativas de libertad. Ahí está una amplia área de oportunidad para dejar el uso de la prisión solo para los delitos más graves.
El nuevo sistema de justicia penal de corte acusatorio y adversarial muestra en su operación un uso más racional de la sanción extrema de prisión. Los accidentes de tráfico, conflictos incipientes y algunos delitos patrimoniales no violentos se canalizan a la justicia alternativa y a la suspensión del procedimiento a prueba, por lo que se repara el daño a la víctima y se realiza un acuerdo reparatorio o se establecen condiciones que deben cumplir los imputados. Esto ha propiciado que los daños patrimoniales y los delitos menores ya no se resuelvan mediante una sentencia penal, sino por un procedimiento alternativo o la suspensión del procedimiento. En el nuevo sistema se busca que únicamente lleguen a juicio los casos en los que se trate de delitos violentos o bien, aquellos en los que las partes no dieron su consentimiento para acudir a un mecanismo alternativo.
En doce estados ya opera el nuevo sistema de justicia penal; en tres de ellos (Chihuahua, Morelos y Estado de México) lo hace en todo su territorio y en el resto va avanzando paulatinamente por regiones. Los resultados comienzan a percibirse. Más de cincuenta mil casos se han resuelto por acuerdos reparatorios y en los estados en los que avanza el nuevo sistema se registra una despresurización de los centros penitenciarios.

Como se puede apreciar en la tabla 1 la tendencia general en los estados en los que el nuevo sistema de justicia penal ha operado por más tiempo (al menos dos años, en rojo aparecen los años en los que ha operado el nuevo sistema) muestran una tendencia a la reducción en términos absolutos y relativos en la aplicación de la prisión preventiva. Las excepciones son Chihuahua, donde se restableció la prisión preventiva por ley para ciertos delitos a partir de enero de 2010, y Oaxaca, donde el sistema opera en tres de las ocho regiones de la entidad. Este último muestra un repunte en el uso excesivo de la prisión preventiva, incluso por encima de la media nacional.
En el nuevo sistema de justicia, al solicitar la imposición de la prisión preventiva, los ministerios públicos deben argumentar y probar ante el juez el riesgo de que la persona en proceso penal se fugue o represente algún peligro para la víctima, la investigación o la sociedad. En estas entidades la ley no obliga a la prisión preventiva por robos no violentos de galletas o perfumes en tiendas o por daños derivados de accidentes de tránsito. Con menos internos no se ha puesto en riesgo la seguridad de la comunidad y las fugas son escasas.
Esto se ha traducido en la mayoría de los casos en la despresurización de los sistemas penitenciarios. El caso más notable es el de Baja California (otrora el segundo sistema penitenciario más saturado del país, solo detrás del DF), pues si bien el nuevo sistema de justicia solo opera en uno de los cuatro distritos del estado (Mexicali), el Sistema Estatal de Justicia Alternativa Penal (SEJAP) opera en toda la entidad, por lo que los delitos menores ya no se criminalizan con prisión preventiva. En otros estados como el Estado de México y Morelos, la despresurización no ha sido muy significativa, fundamentalmente porque no se ha desarrollado todo el potencial de la justicia alternativa y de la suspensión del procedimiento.
En estas variables, el promedio nacional se ha visto impactado por estas tendencias a la baja en los estados con reforma (particularmente por el Estado de México, el segundo estado con mayor población penitenciaria). La prisión preventiva en la competencia local (79% de los internos del país) ha pasado en último lustro de 45% a 40.8%; en tanto que la prisión preventiva en la competencia federal pasó de 36% a 52% en el mismo periodo.
Las cifras son elocuentes al referirnos a la crisis de nuestro sistema penitenciario y a la política criminológica equivocada que nos ha llevado a este deterioro. Deben impulsarse las sanciones alternativas a la prisión y debe profundizarse las mejores prácticas del nuevo sistema de justicia penal, que permiten un uso más racional de la prisión preventiva. El genocidio carcelario en México es un pésimo referente de nuestra sociedad, transformar esta realidad es un imperativo ético y una emergencia humanitaria que no podemos ignorar. ~

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