Septiembre/2014
Nexos
Marta Lamas
“Todo lo que nos incomoda nos permite definirnos”.
—Cioran
En 1989 empecé una relación de acompañamiento político a unas
trabajadoras sexuales de vía pública en la ciudad de México, que después
derivó en la realización de una investigación antropológica sobre
algunos aspectos de sus vivencias y su organización del trabajo.
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De entonces a la fecha he visto cambios sorprendentes en cómo se habla y
discute sobre el comercio sexual. En especial, me impacta que la
propuesta de reglamentación del trabajo sexual se ha ido transformando
en un alegato a favor de su total erradicación. En estas páginas intento
aclarar mi posición, ante la postura de quienes insisten en “abolir”
toda forma de comercio sexual, usando como excusa el combate a la trata.
Prostitución es un término que únicamente alude de manera denigratoria a quien vende servicios sexuales, mientras que
comercio sexual
da cuenta del proceso de compra-venta, que incluye también al cliente.
Respecto a esta actividad persisten dos paradigmas: uno es el que
considera que la explotación, la denigración y la violencia contra las
mujeres son inherentes al comercio sexual y por lo tanto habría que
abolir dicha práctica, y otro el que plantea que tal actividad tiene un
rango de formas variadas de desempeño que deberían regularse así como
reconocerse los derechos laborales de quienes se dedican a ella.
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A pesar de que a lo largo de los últimos 30 años muchas trabajadoras
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han reivindicado su quehacer como una cuestión laboral, desarrollando
diversas estrategias para obtener derechos correspondientes, en la
última década se ha multiplicado una perspectiva que califica a todas
las mujeres que trabajan en el comercio sexual de “víctimas”. Hoy en día
es patente el crecimiento y la expansión del comercio sexual, lo que
expresa no sólo un fenómeno económico sino también una transformación
cultural. Este notorio aumento viene de la mano de la liberalización de
las costumbres sexuales y de la desregulación neoliberal de los
mercados, que han permitido la expansión de las industrias sexuales como
nunca antes, con una proliferación de nuevos productos y servicios
sexuales:
shows de sexo en vivo, masajes eróticos,
table dance y
strippers, servicios de acompañamiento (
escorts),
sexo telefónico y turismo sexual. Aunque la droga y el SIDA la han
impactado dramáticamente, la industria mundial del sexo se ha convertido
en un gran empleador de millones de personas que trabajan en ella, y
que atraen igualmente a millones de clientes. Los empresarios tienen
agencias de reclutamiento y sus operadores vinculan a los clubes y
burdeles locales en varias partes del mundo, en un paralelismo con las
empresas transnacionales de la economía formal. Y al igual que éstas,
algunas se dedican a negocios criminales, como el mercado negro de la
trata.
Las feministas que han reflexionado sobre el tema están divididas al
respecto: hay quienes subrayan la autonomía en la toma de tal “decisión”
mientras que del otro lado están quienes insisten en la “explotación” y
coerción. Ahora bien, no son excluyentes: puede haber decisión y
explotación, autonomía para ciertos aspectos y coerción para otros
(Widdows 2013). Unas feministas argumentan que ninguna mujer “elige”
prostituirse, que siempre son engañadas u orilladas por traumas
infantiles de abuso sexual; otras aseguran que la mayoría lleva a cabo
un análisis del panorama laboral y toma la opción de un ingreso superior
a las demás posibilidades que están a su alcance. “Elegir” en este caso
no implica una total autonomía, ni siquiera supone optar entre dos
cosas equiparables, sino preferir, no un bien, sino el menor de los
males.
En México en el contexto de la precarización laboral (el desempleo,
la ausencia de una cobertura de seguridad social y la miserabilidad de
los salarios) la llamada “prostitución” es una forma importante de
subsistencia para muchas mujeres. Es un hecho que las necesidades
económicas llevan a la gente sin recursos a hacer todo tipo de cosas,
incluso algunas muy desagradables, como limpiar excusados o trabajar en
los camiones de basura. La coerción económica es fundamental.
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Anne Phillips (2013a) dice que hay algo en el uso de las partes íntimas
del cuerpo que vuelve la presión del dinero inaceptablemente coercitiva
en el caso de la prostitución mientras que Martha Nussbaum (1999)
señala que la compulsión económica es problemática, pero que la presión
del dinero no se vuelve más coercitiva o inaceptablemente coercitiva
sólo porque conduzca a un acceso íntimo en el cuerpo. Como las mujeres
están ubicadas en lugares sociales distintos, con formaciones diferentes
y con capitales sociales diversos, en ciertos casos el trabajo sexual
puede ser una opción elegida por lo empoderante y liberador que resulta
ganar buen dinero, mientras que en otros casos se reduce a una situación
de una precaria sobrevivencia, vivida con culpa y vergüenza. Además,
así como muchas mujeres ingresan por necesidad económica, otras son
inducidas por la droga, y viven situaciones espantosas. Sin embargo, no
hay que olvidar que también hay quienes realizan una fría valoración del
mercado laboral y usan la estrategia de vender sexo para moverse de
lugar, para independizarse, incluso para pagarse una carrera
universitaria o echar a andar un negocio.
El trabajo sexual es la actividad mejor pagada que encuentran cientos
de miles de mujeres en nuestro país, y más que un claro contraste entre
trabajo libre y trabajo forzado, existe un
continuum de
relativa libertad y coerción. Y, al mismo tiempo que existe el problema
de la trata aberrante y criminal con mujeres secuestradas o engañadas,
también existe un comercio donde las mujeres entran y salen libremente, y
donde algunas llegan a hacerse de un capital, a impulsar a otros
miembros de la familia e incluso a casarse. Por eso, “quienes sostienen
que es un trabajo que ofrece ventajas económicas tienen razón, pero no
en todos los casos, y quienes insisten en que la prostitución es
violencia contra las mujeres, también tienen razón, pero no en todos los
casos” (Bernstein 1999: 117).
Aunque desde la perspectiva del liberalismo político no hay razón
para estar en contra del comercio sexual mientras lo que cada quien haga
con su cuerpo sea libremente decidido, muchas personas consideran que
el comercio sexual es de un orden distinto de otras transacciones
mercantiles. La venta de servicios sexuales ofende, irrita o escandaliza
de una manera diferente que la situación de otras mujeres que venden su
fuerza de trabajo, en ocasiones en condiciones deleznables, como las
obreras de la maquila, las empleadas domésticas, incluso algunas
meseras, enfermeras y secretarias. Cuando se denuncia la “explotación”
de las trabajadoras sexuales no se menciona siquiera a tantas otras
trabajadoras que también son explotadas. Muchas personas ven la
“prostitución” como la degradación a la dignidad de la mujer. Pero no
hay reacciones tan indignadas o escandalizadas ante formas aberrantes de
explotación de la fuerza de trabajo en otro tipo de industrias. Tal vez
porque lo que más molesta de la “prostitución” voluntaria es que atenta
contra el modelo de feminidad.
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Sí, la prostitución femenina subvierte el paradigma de castidad y
recato inherente a la feminidad (Leites 1990). Jo Doezema ha planteado
que la distinción entre prostitución “forzada” y “voluntaria” reproduce
la división entre “putas” y “santas” dentro de la propia categoría de
prostituta, siendo la “puta” la que se dedica voluntariamente a dicha
actividad mientras la “santa” es la forzada y, al ser una “víctima”,
queda exonerada de ser despreciada (1998: 41). Como la expectativa
cultural respecto de la sexualidad de las mujeres es que solamente
tengan sexo dentro del marco de una relación amorosa (por lo que también
se rechaza que las mujeres tengan sexo casual con “desconocidos”,
aunque no cobren) la mayoría de las trabajadoras tiene dificultades para
asumirse públicamente como tales. No obstante, algunas trabajadoras
sexuales han caracterizado la prostitución como un acto transgresor y
liberador.
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Lo que provoca el estigma, y muchas de las dificultades y
discriminaciones que enfrentan las trabajadoras derivadas de él, es
justamente la doble moral: la sexualidad de las mujeres es valorada de
manera distinta de la de los hombres. Por eso hace muchos años Mary
McIntosh dijo: “la prostitución implica, al mismo tiempo, un desafío y
una aceptación de la doble moral del
statu quo. Como tal, no
puede ser ni condenada totalmente ni aceptada con entusiasmo” (1996:
201). Sí, la actividad sexual comercial de las mujeres es, al mismo
tiempo, un desafío a la doble moral, que considera que las transacciones
sexuales de las mujeres son de un orden distinto a las transacciones
sexuales de los hombres, y una aceptación de dicha doble moral, porque
persiste el estigma.
En el debate sobre cuál debería ser el estatus legal de la llamada “prostitución” es posible ver que las implicaciones
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para las políticas públicas que se derivan tanto de la penalización
como de la despenalización pueden tener el efecto de exacerbar las
desigualdades de género. Como ambas posturas tienen consecuencias en las
vidas de las trabajadoras sexuales, resulta complicado hablar en
abstracto del comercio sexual, sin ubicarlo en el contexto concreto e
histórico en que ocurre y sin distinguir tanto el capital social de las
trabajadoras como las condiciones laborales en que realizan su trabajo,
en especial su libertad de movimiento. Una rápida mirada sobre la
situación mundial muestra que la mayoría de las prostitutas son muy
pobres. La brecha económica y social entre las de la calle y las
call girls8 es sideral. Estas
call girls,
que no son engañadas, ni drogadas, ni secuestradas, y que seguramente
podrían conseguir otro tipo de trabajo, están en el comercio sexual
porque obtienen ganancias enormes. Ellas son, económicamente hablando,
privilegiadas y representan una faceta distinta del fenómeno. Para las
demás, que son la gran mayoría, la venta de servicios sexuales en
contextos laborales de trabajos precarios, salarios miserables y gran
desempleo, les permite sobrevivir y a algunas cuantas ganar en un día la
misma cantidad de dinero que ganarían en semanas en otro tipo de
desempeño laboral, si es que lo consiguieran.
Por eso algunas investigadoras sostienen que el comercio sexual no
siempre tiene consecuencias negativas, y que con frecuencia es un medio
importante de movilidad económica y de liberación personal (Agustín
2007; Day 2010; Kempadoo 2012). Sin embargo, ciertas filósofas y
politólogas feministas, dentro de una reflexión sobre que algunas
actividades humanas
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deberían estar fuera del mercado, piensan lo contrario (Phillips 2013a y
2013b; Widdows 2013). Ellas insisten en que el comercio sexual tiene un
efecto negativo en la justicia social, en especial en cómo estructura
las opciones vitales de las mujeres, pues su ejercicio obstaculiza las
relaciones igualitarias.
Como se sabe, el mercado no es un mecanismo neutral de intercambio, y
sus transacciones dan forma a las relaciones sociales. Si el mercado no
sólo desata procesos económicos, sino que también da forma a la cultura
y a la política, entonces hay que analizar cómo ciertas transacciones
mercantiles frustran o impiden el desarrollo de las capacidades humanas
(Sen 1996) mientras que otras determinan ciertas preferencias
problemáticas. La ONU ha señalado que las creencias y mandatos de género
en la economía estructuran y validan las relaciones desiguales entre
los hombres y las mujeres de manera absolutamente funcional para la
marcha del sistema social (ONU Mujeres 2012). Las relaciones de género
“marcan el terreno sobre el que ocurren los fenómenos económicos y ponen
las condiciones de posibilidad de los mismos” (Pérez Orozco 2012). De
ahí que para evaluar un mercado laboral sea necesario evaluar también
las relaciones políticas y sociales que sostiene y respalda, y examinar
los efectos que tal transacción produce en las mujeres y los hombres, en
las normas sociales y en el significado que imprime en las relaciones
entre ambos. Hay mercados con consecuencias negativas para las
relaciones de género, como el trabajo sexual y el servicio doméstico. La
industria del sexo no toma en consideración el contexto de desigualdad
social y económica entre mujeres y hombres por lo que refuerza la pauta
de opresión patriarcal y contribuye a la percepción de las mujeres como
objetos sexuales y, en ocasiones, incluso como seres socialmente
inferiores a los hombres.
Se habla de “mercados nocivos” cuando impulsan y sostienen no sólo
cuestiones económicas sino también éticas y políticas, y respaldan
relaciones jerárquicas y/o discriminatorias totalmente objetables (Satz
2010).
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A los mercados que producen más desigualdad que otros se los califica
de nocivos; por ejemplo, es obvio que el mercado de las verduras resulta
mucho más inocuo que el del comercio sexual. Y aunque en principio
muchos mercados pueden convertirse en nocivos, algunos tienen más
posibilidades de hacerlo cuando hay una distribución previa e injusta de
recursos, ingresos y oportunidades laborales (Satz 2010).
Pero aunque los mercados nocivos tienen efectos importantes en
quiénes somos y en el tipo de sociedad que desarrollamos, no siempre la
mejor política es prohibirlos. La mejor manera de acabar con un mercado
nocivo es modificar el contexto en que surgió, o sea, con una mejor
redistribución de la riqueza, más derechos y oportunidades laborales
(Satz 2010). Las prohibiciones pueden llegar a intensificar los
problemas que condujeron a que se condenara tal mercado.
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En ese sentido Satz señala que es menos peligrosa la prostitución legal
y regulada que la ilegal y clandestina, pues ésta aumenta la todo tipo
de peligros, tanto para las mujeres como para los clientes. Lo que en
verdad debería preocupar es que en general el comercio sexual está
rodeado de gran vulnerabilidad porque en muchos casos es una actividad
con altos riesgos de violencia y de contagio de infecciones de
transmisión sexual (ITS), en especial de VIH-SIDA.
12 De ahí que consideraciones fundamentales para una política de salud pública (Gruskin
et al.
2013) respaldan la importancia de una regulación que saque de la
clandestinidad a quienes interactúan en esa dinámica de compra-venta.
Justamente por todo lo anterior, las prohibiciones y restricciones al
trabajo sexual no son una solución, además de que van contra la
libertad constitucional de las mujeres y son “maternalistas”.
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Como lo que impulsa a las trabajadoras a dedicarse a tal actividad
suele ser la necesidad económica, prohibirla sin garantizarles un
ingreso similar, ni la más mínima seguridad social, les quita una
“tablita de salvación”. Si no se resuelven las circunstancias
socioeconómicas que las llevan a tal actividad, penalizar para erradicar
el comercio sexual las hundiría o marginaría aún más. Regular el
comercio sexual no evita los problemas de violencia ni de discriminación
por el estigma, pues como señaló hace años Nanette Davis: “No puede
haber una política racional hacia la prostitución mientras exista la
discriminación de género” (1993: 9). Sin embargo, comprender que la
regulación es la forma en que las trabajadoras están más protegidas, no
impide entender que el hecho de que ellas elijan la “prostitución” como
el trabajo mejor pagado que pueden encontrar no es, en sí mismo, una
confirmación de que se trata de una práctica deseable.
Además la regulación ha demostrado ser una excelente estrategia para
combatir la trata (Kempadoo 2012). Por eso, es un error plantear la
abolición del comercio sexual, como lo hace la Coalition Against Traffic
in Women (CATW). Como integrante de esa extraña alianza entre
religiosos puritanos y feministas radicales unidos en su misión
abolicionista (Scoular 2010), la CATW agita discursivamente contra lo
que considera que es la “esclavitud sexual”, término que aplica no sólo a
las mujeres víctimas de trata sino a toda mujer en el comercio sexual.
Las formas que toma esta cruzada son múltiples, y dependen de las
tradiciones políticas y culturales de cada país, pero el eje de la
política que impulsan es “salvar a las mujeres”: rescatarlas (Agustín
2007). Aunque el discurso público sobre prostitución muestra una amplia
variación entre los países (Vanwesenbeeck 2001: 274), la política
alentada por las abolicionistas de CATW se ha difundido ampliamente en
oposición a las investigaciones académicas que dan evidencia empírica de
que tal política viola los derechos civiles y laborales de las
trabajadoras, aumenta el poder de terceros sobre las trabajadoras
(clientes, padrotes, traficantes) y pone en riesgo su salud y su
bienestar ¡sin jamás lograr el objetivo de abolir la prostitución!
La CATW, que “pretende eliminar el comercio sexual con el argumento
de que la prostitución estimula el tráfico” (O’Connell y Anderson 2006:
14) no tiene nada que ver con otra organización internacional, la Global
Alliance Against Trafficking in Women (GAATW). Este frente mundial
distingue entre trabajo y trata y hace una labor de prevención y combate
a la trata entre trabajadores(as) sexuales a partir de impulsar formas
de regulación que respeten sus derechos.
14
Mientras las trabajadoras sexuales y los activistas de derechos humanos
argumentan a favor de la regulación, señalando que si la prostitución
se prohíbe o penaliza es imposible establecer estándares laborales y
sanitarios, y que precisamente la ausencia de regulación alienta formas
de trabajo forzado, la CATW y su sucursal latinoamericana y caribeña
CATWLAC lanzan discursos flamígeros contra el comercio sexual, impulsan
una cruzada moralista que alienta el “pánico moral”.
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El tráfico de seres humanos es un pavoroso flagelo criminal, del cual
el tráfico con fines de explotación sexual es sólo una parte (Casillas
2013; Chang 2013). Sin embargo, de acuerdo a Kamala Kempadoo, “El
tráfico sexual ha surgido como una metáfora del estado de degradación de
la humanidad en el siglo XXI y se ha convertido en el eje principal de
la crítica académica a una variedad de relaciones sociales de poder
contemporáneas, tanto a nivel local como mundial” (2012: viii). En
México están documentados casos de traslado de mujeres de un lugar a
otro dentro y fuera del territorio mexicano así como las distintas
formas de coerción (droga, retención de hijos, amenazas) para que den
servicios sexuales. Pero aunque esa práctica nefasta es una parte mínima
de la industria del sexo,
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la cobertura mediática ha magnificado el fenómeno de la trata pues es
más rentable hablar de “esclavas sexuales” que de mujeres pobres.
Investigaciones académicas analizan cómo el discurso incendiario de las
abolicionistas sobre los cuerpos “violados” o “explotados” de las
mujeres traficadas es también parte de una política xenófoba de
“seguridad nacional” contra migrantes, y encuentran que el clima de
miedo a la inmigración es el telón de fondo de muchas de las políticas
en contra del comercio sexual (Kulick 2003; Agustín 2007; Scoular 2010;
Weitzer 2010; Kempadoo 2012).
La cruzada moralista de la CATW ha logrado instalar mundialmente un
discurso apocalíptico sobre la trata y el tráfico, que ya circula en
nuestro país a través de la CATWLAC. Hablar solamente de mujeres
víctimas de trata sin reconocer la existencia de otras trabajadoras
sexuales favorece posturas fundamentalistas, que desvían la
imprescindible lucha contra el tráfico hacia el absurdo proyecto de
abolir todo el comercio sexual. Y así como no hay que confundir la
situación de las mujeres obligadas a tener sexo a través de engaños,
amenazas y violencia con la de otras mujeres que realizan trabajo sexual
por razones económicas, tampoco hay que confundir a los clientes. Si
bien hay cómplices indiferentes de ese atentado brutal contra la
libertad y la dignidad que es la trata, en el comercio sexual también
los hay respetuosos y atentos, como relatan las propias trabajadoras;
algunos incluso se vuelven clientes “regulares” y desarrollan relaciones
sentimentales que duran años. Es imperativo deslindar el comercio
sexual de la trata con fines de explotación sexual, pues dicha confusión
se expresa en actos discursivos que logran un cierto efecto en la
sociedad y en el gobierno.
Hay que combatir la trata, pero respetar a las personas que se
dedican al comercio sexual, y apoyar a las que quieren tener otra
ocupación.
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Pero lo que priva hoy en día es lo que Kempadoo (2012) denomina “la
aplanadora antitráfico”: una estrategia discursiva que tiene como fin
último abolir toda forma de comercio sexual. Un elemento de dicha
estrategia es el de calificar a las personas que defienden los derechos
de las trabajadoras sexuales como “pro prostitución” y decir que con tal
postura se favorece la trata.
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Nuestra Constitución y nuestro sistema político democrático
garantizan la libertad individual, incluso la de vender y de comprar
servicios sexuales. Sin embargo, al revisar la situación del comercio
sexual en México el panorama es deprimente pues el esquema con que
funciona —al menos en el Distrito Federal— refleja los distintos y
complejos intereses de los grupos organizados que están implicados en el
negocio, ya que la legislación vigente está llena de omisiones e
incongruencias. En la ciudad de México la prostitución es legal pero se
penaliza el lenocinio. La definición de lenocinio del Código Penal
Federal no ha sido modificada desde 1931: el lenocinio se comete contra
personas menores de 18 años o que no tienen capacidad para comprender el
significado del hecho o para resistirlo. En cambio, el Código Penal del
DF (reformado en 2007) declara que se castigará por cometer lenocinio
al que:
I. Habitual u ocasionalmente explote el cuerpo de una persona u obtenga de ella un beneficio por medio del comercio sexual.
II. Induzca a una persona para que comercie sexualmente su cuerpo con otra o le facilite los medios para que se prostituya.
III. Regentee, administre o sostenga prostíbulos, casa de citas o
lugares de concurrencia dedicados a explotar la prostitución, u obtenga
cualquier beneficio con sus productos.
¿Qué significa “explotar el cuerpo de una persona”? ¿A qué se llama
“obtener un beneficio por medio del comercio sexual”? Bajo esa
ambigüedad cabe cualquier cantidad de actividades. La imprecisión
coincide con la deliberadamente confusa redacción del Protocolo de
Palermo,
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y con ella se puede consignar a cualquier familiar, socio, empresario,
hotelero o amistad que realice alguna tarea o apoyo de cualquier forma a
una persona que se dedique al trabajo sexual.
De esa manera el delito de lenocinio, cuya moderna acepción es la de
“trata”, sirve para manifestar discursivamente un rechazo moralista al
comercio sexual, mientras que en los hechos dificulta establecer formas
legales de organización del trabajo sexual de quienes quieren trabajar
independientemente, sin padrotes ni madrotas. Por ejemplo, si un grupo
de trabajadoras decidiera rentar un local donde dar servicios sexuales, a
quien firme el contrato de alquiler se la podría acusar de “lenona” o
“tratante”. Así se persigue a quien trabaja en la calle al mismo tiempo
que se le impide organizarse en locales cerrados. Esta ambigüedad
hipócrita obstaculiza la autoorganización de las trabajadoras y el
desarrollo de formas más discretas y seguras de ofrecer el servicio.
Además, a esta incongruencia legal se suma el sórdido entramado de
corrupción y abuso que rodea al comercio sexual, donde no sólo los que
controlan el negocio logran inmensas ganancias sino también algunas
autoridades delegacionales, policiacas y judiciales. Y quienes intentan
trabajar por fuera de las mafias, y sin dar mordidas, enfrentan no sólo
dificultades enormes sino grandes peligros.
Para empezar a “limpiar” el terreno donde se lleva a cabo el comercio
sexual y para garantizar los derechos de quienes trabajan en ese sector
hay que ir más allá de las posturas fundamentalistas del abolicionismo y
regular el negocio. Hay que apoyar a las trabajadoras más vulnerables
para que, mientras cambian las condiciones educativas y laborales de
nuestro país, puedan trabajar sin riesgos y de manera independiente de
las mafias o, si lo desean, capacitar para realizar otro tipo de
trabajo. Además de ampliar el marco legal con nuevas formas de
organización laboral es indispensable mejorar la seguridad de la mayoría
de quienes se dedican a esa actividad con formas de supervisión que no
permitan la extorsión. Son muchas las cuestiones que hay que analizar y
debatir, especialmente porque la postura abolicionista sostenida por la
CATWLAC inhibe una discusión civilizada al responsabilizar a quienes
están por la regulación de ser instrumentales en la proliferación de la
trata. Esto atemoriza a cualquiera, pero más a políticos y funcionarios.
Por ello es imprescindible impulsar un debate público sobre la
regulación del comercio sexual, y analizar cómo el puritanismo que se ha
filtrado en la discusión alimenta lo que Elizabeth Bernstein (2012)
denomina el “giro carcelario” de la política neoliberal.
20
Al reconceptualizar el comercio sexual como “tráfico de mujeres”, el
activismo feminista abolicionista ha transnacionalizado un discurso que
alienta una política punitiva, que Bernstein denomina “carcelaria”. Esta
autora analiza cómo el movimiento feminista llamado “antitráfico”, que
usa un discurso sobre las víctimas, facilita un control creciente sobre
los cuerpos y las vidas de las mujeres y produce una “remasculinización
del estado”. Bernstein encuentra que anteriormente las feministas en
contra de la violencia sexual tomaron la vía del activismo de base para
combatirla, pero ahora acuden cada vez más al terreno judicial. La
penalización legal es concebida por esas feministas como lo más eficaz
para frenar a los clientes y los padrotes: “Necesitamos leyes que hagan
que los varones se lo piensen antes de entrar al negocio de la
explotación sexual comercial” (2012: 241). Bernstein critica que el
feminismo abolicionista le haya dado la espalda a una reflexión más
crítica sobre las causas estructurales (económicas y culturales) del
fenómeno, y que al denunciar la “prostitución” como una forma de
violencia sexual se hayan decantado hacia la penalización otorgando un
respaldo ideológico al modelo punitivo neoliberal. Ella concluye que al
ampliar y fortalecer la intervención judicial, en lugar de insistir en
que el Estado se enfoque en las condiciones de la explotación de la
fuerza de trabajo, se desplaza la problemática de la “prostitución” de
los factores estructurales a las personas “delincuentes”. Esto, que ha
tenido un impacto devastador en quienes se dedican al trabajo sexual,
también alimenta el ascenso del modelo carcelario.
Como se ve, el debate es complejo y abarca mucho más que los
argumentos sobre “las víctimas” y los “degenerados”, que es lo que se
suele ventilar cuando se discute sobre comercio sexual en nuestro país.
Obvio que la compraventa de sexo seguirá produciendo conflictos y
desacuerdos, y que seguiremos discutiendo y discrepando en torno a estas
cuestiones. Obvio también que no hay que dejar de lado ni el combate
contra la trata ni las políticas de salud contra el SIDA y las ITS. Pero
en última instancia los grandes cambios económicos y la creciente
fluidez en el movimiento de personas, capital y servicios que provoca la
reestructuración globalizada del capitalismo no deben de hacernos
olvidar lo que también significa simbólicamente el comercio sexual. Liv
Jessen, una trabajadora social directora del Pro Centre, un centro
nacional para prostitutas en Noruega, dice: “La prostitución es una
expresión de las relaciones entre mujeres y hombres, de nuestra
sexualidad y los límites que le ponemos, con nuestros anhelos y sueños,
nuestro deseo de amor e intimidad. Tiene que ver con la excitación y con
lo prohibido. Y tiene que ver también con el placer, la tristeza, la
necesidad, el dolor, la huída, la opresión y la violencia” (2004: 201).
Reflexionar sobre esto es una de las maneras de acercarnos a una mejor
comprensión de la condición humana y, por ende, a mejores formas de
convivencia.
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1
De esa experiencia nacieron algunos ensayos y mi tesis de maestría en
etnología “La marca del género. Trabajo sexual y violencia simbólica”,
ENAH, 2003.
2
Hay muchísimo publicado desde ambas posturas. Las autoras
paradigmáticas de la postura que considera que siempre es violencia
contra las mujeres son Barry 1987; McKinnon 1993; Dworkin 1997; mientras
que en la otra destacan Agustín 2007; Day 2010; Scoular 2010; Kempadoo
2012. Una revisión de la literatura de ciencias sociales sobre trabajo
sexual de 1990 a 2000 se encuentra en Vanwesenbeeck 2001, y un análisis
sociológico al respecto en Weitzer 2009.
3
Si bien también hay hombres que se dedican a la venta de sexo, la
dinámica y la problemática de las mujeres es muy distinta. Tanto mi
investigación como mi activismo político han sido con mujeres y
fundamentalmente me referiré a ellas a lo largo de estas páginas. Para
escritos de las propias trabajadoras sexuales: ver Delacoste y Alexander
1987; Pheterson 1989; y Nengeh Mensah, Thiboutot y Toupin 2011.
4
Aunque las mujeres eligen la venta de sexo fundamentalmente por
cuestiones económicas, también existen casos donde son las razones
psíquicas las que las impulsan. Por eso también se ha investigado y
reflexionado sobre los condicionantes psicológicos. Ver Welldon 1993.
5
No ocurre lo mismo con la prostitución masculina, que no subvierte el
paradigma de masculinidad. La valoración de la masculina toma como
“natural” y valioso que a los varones les guste el sexo.
6
Básicamente algunas organizaciones estadunidenses, como COYOTE, y
muchas trabajadoras sexuales europeas. Ver Pheterson 1989 y Nengeh
Mensah
et al., 2011.
7
Una implicación sustantiva es la relativa a la salud pública, que no
analizaré en estas páginas pero que sin duda mueve a muchos gobiernos a
tomar la postura de la regulación (Rekart 2005; Day y Ward 2009;
Gruskin, Williams y Ferguson 2013).
8 Uso el término
call girls para referirme a quienes trabajan en departamentos, aunque en ocasiones las acompañantes (
escorts) también trabajan así.
9
Este debate se ha centrado en si permitir o prohibir transacciones
vinculadas al cuerpo, como la venta de órganos, el alquiler de úteros, y
también la prostitución. Ver S. Madhok, A. Phillips y K. Wilson 2013.
10
Debra Satz analiza los mercados nocivos, donde incluye al del sexo,
establece cuatro parámetros relevantes para valorar un intercambio
mercantil y los aplica al trabajo sexual: 1) vulnerabilidad, 2) agencia
débil, 3) resultados individuales dañinos y 4) resultados sociales
dañinos. La vulnerabilidad y la agencia débil aluden a lo que las
personas aportan en la transacción; la vulnerabilidad aparece cuando las
transacciones se dan en circunstancias de tal pobreza o desesperación
que las personas aceptan cualquier condición, y la agencia débil se da
cuando en las transacciones una parte depende de las decisiones de la
otra parte. Los otros dos parámetros (daños individuales y sociales) son
característicos de los resultados de ciertos mercados cuando posicionan
a los participantes en circunstancias extremadamente malas, por
ejemplo, en las que son despojados o en las que sus intereses básicos
están aplastados. También eso produce resultados extremadamente dañinos
para la sociedad, pues socava el marco igualitario que requiere una
sociedad y alienta relaciones humillantes de subordina- ción. Ver Satz
2010.
11
Me sorprende el paralelismo que se da con el aborto. No es que a
quienes luchamos por la despenalización del aborto nos parezca tal
intervención la mejor de las prácticas, y propongamos su regulación para
que más mujeres aborten, sino que pensamos que la penalización produce
males mayores, que la regulación abate.
12
Para un panorama sobre los riesgos sanitarios que tiene el trabajo
sexual y la importancia de una política de salud pública ver Rekart 2005
y Gruskin, Williams y Ferguson 2013.
13
Llamo “maternalismo” al paternalismo de las feministas abolicionistas,
que pretenden “rescatar” y “salvar” a las mujeres, aun en contra de sus
deseos y su voluntad.
14
En México Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez” A.C.
es integrante de la Red Latinoamericana y del Caribe contra la Trata de
Personas, que es el capítulo regional de la Alianza Global contra la
Trata de Mujeres (GAATW, por su nombre en inglés).
15
Respecto al pánico moral Sophie Day (2010) establece un paralelismo
entre la situación actual y la época victoriana. Day señala que durante
tal época, con sus intensas transformaciones económicas y sociales, el
pánico moral en torno a la prostitución, la “trata de blancas” y la
enfermedad venérea (en especial la sífilis) expresó las angustias
culturales respecto al cambiante papel de las mujeres y a los procesos
de inmigración y urbanización. Alentadas por una amplia coalición de
feministas y grupos religiosos que había decidido “rescatar” a las
mujeres, aparecen las leyes sobre “enfermedades contagiosas” (1864, 1866
y 1869) que perfilaban a la prostituta como peligrosa física y
moralmente al mismo tiempo que la consideraban vulnerable. Así se
justificó la regulación moral, social y legal de muchas mujeres solteras
de la clase trabajadora, para que la salud moral de la sociedad quedara
a salvo. También Jane Scoular (2010) comparte tal equiparación y añade
que el espectro de la esclavitud sexual servía como cortina de humo para
tapar otras cuestiones, como la esclavitud colonial. ¿Qué estará
tapando hoy en México el espectro de la trata?
16
Debido a su ilegalidad hay escasas estadísticas sobre el número de
mujeres que se dedican al comercio sexual. Brigada Callejera, usando un
modelo de la Organización Internacional del Trabajo sobre el sector
sexual para estimar la cantidad de personas que se dedican al trabajo
sexual, estima en 800 mil mujeres, de las cuales 200 mil son menores de
18 años, en nuestro país. Para ver el modelo, consultar ILO 1998.
17
Esa es justamente la postura de Brigada Callejera, que ha publicado
varios manuales sobre trata dirigidos tanto a las trabajadoras sexuales
como a los funcionarios que tienen a su cargo las políticas públicas.
Ver Brigada Callejera 2013.
18
Este discurso intimidatorio ya se lo han aplicado a la Secretaria del
Trabajo del GDF, por acatar la resolución de la Juez Primera de
Distrito, que resolvió que había que reconocer el carácter de
trabajadores no asalariados de quienes se dedican a ofrecer ese servicio
en vía pública.
19
Es el Protocolo de la ONU que se firmó en diciembre de 2000 en Palermo,
y que con la influencia del gobierno de Bush introdujo la confusión
entre trata y prostitución. Ver Saunders 2004 y Weitzer 2010.
20
El análisis de Bernstein se inscribe en una tendencia crítica donde
varios autores analizan la relación entre las estrategias carcelarias
contemporáneas para la gobernanza social con la agenda económica
neoliberal. Indudablemente hay varios aspectos del problema vinculados
con otras transformaciones culturales del capitalismo tardío que ella no
analiza al acotar su reflexión al comercio sexual.