Confabulario
Leonardo Curzio
No hay elogio que iguale a un nombre tan sobresaliente como el de Maquiavelo. La vitalidad de su opúsculo El Príncipe es su salvoconducto para transitar medio milenio asombrando generaciones y generando encendidas polémicas. Al ilustre florentino debemos el tratado sobre el arte de gobernar más influyente en el pensamiento político de occidente.
Hace 500 años Francesco Vettori recibía una carta en la que describía las jornadas de Nicolás y, como de contrabando, se escurre la primicia que estaba llamada a marcar el antes y el después en la literatura política. La obra de Maquiavelo fue una revolución con ondas expansivas seculares. No es que antes de 1513 no se supusiera que el ejercicio del poder político podía llevar a desplegar artes de seducción y engaño inconfesables en la intimidad. Para los lectores de Suetonio o Tácito no había motivo entonces de sonrojo, pero tampoco de sorpresa para cortesanos desprejuiciados el leer las páginas de El Príncipe. Y, sin embargo, desde los primeros años el escándalo rodeó la obra. Maquiavelo fue estigmatizado como el promotor de una doctrina infernal que llevaba al arte de gobierno a la antesala del averno. Pero, nadie sabe para quién trabaja. Es probable que sus críticos, tanto como sus méritos, ayudaran a cimentar el carácter legendario del personaje y su Príncipe.
Paradojas del destino. Para acrecentar su fama han colaborado (sin saberlo o sin quererlo) sus detractores. Hay una profusión de libelos “antimaquiavelo” que podrían integrar una biblioteca completa. La tradición crítica de la obra no es, por supuesto, lineal ni obedece tampoco a un único impulso. En el estudio introductorio de la obra de Settala sobre la “razón de Estado” se identifican hacia finales del siglo XVI a 38 autores en Italia que habían discutido a Maquiavelo. Muchos han caído en el olvido pero contribuyeron con su soflama a engrandecer la obra. En España Baltasar Gracián lanzaba afiliados dardos sobre la obra del florentino. No fue el único; son legión los autores que lo diseccionaron y satanizaron desde la perspectiva católica.
La línea argumental de los tratadistas católicos se centraba en la (para ellos) indisoluble vinculación entre la moral del Príncipe (y por lo tanto su salvación) y los fines del Estado, cuya permanencia exige prescindir de la esfera íntima del gobernante. El príncipe rige sus actos por la razón de Estado, es decir una especie de ecología moral propia de la política. Es curioso, por cierto, que el término “razón de Estado”, que rezuma maquiavelismo por todas partes (según el dicho de Meinecke), no fuera acuñado por el florentino sino por uno de sus críticos: Botero. Pero eso no es tema de este escrito.
En el campo protestante la obra del florentino tampoco fue recibida con fanfarrias. En 1576, Innocent Gentillet publicó su implacable Antimaquiavelo. La obra de Gentillet se convirtió en una suerte de best-seller. A principios del siglo XVII ya iba en la quinta edición y en 1608 fue traducida al inglés. A todo vapor contra Maquiavelo sus detractores contribuían con su estridencia a reforzar su mitológica figura.
Además del trabajo de los estudiosos, filólogos e historiadores, la fascinación que ejerce el pequeño volumen entre los diletantes es hipnótica. La influencia que la obra ha tenido en el gran público es portentosa, tanto que además de estudiosos, admiradores y detractores, Don Nicolás tiene también una legión de deformadores. Al Príncipe lo usan como carcaj de donde sacan flechas para dar un toque arcano y zorruno a obrillas de estrategias de negocios o máximas para líderes desprejuiciados. Pero dejemos en paz a los deformadores y volvamos a quienes le ha enfrentado con más gallardía y han acrecentado su fama.
La gloria de El Príncipe no es sólo tributaria de los mandobles jesuitas o protestantes; debe también una buena parte a una crítica engendrada en el pensamiento ilustrado. Voltaire impulsó a Federico II de Prusia a escribir su personal refutación de El Príncipe. Para el prusiano lo más polémico ya no gravitaba sobre la moralidad cristiana del rey. El argumento más capcioso del florentino es —según Federico/Voltaire— el dilema de ser amado o temido. Un príncipe cruel se expone más fácilmente a ser traicionado (argumentaba Federico) que un monarca amado por sus súbditos, pues la bondad nunca deja de ser amable para los pueblos. La obsesión de Federico por gobernar con rigor amoroso es la loable disposición anímica de un monarca joven, lleno de esperanza y optimismo. El ser más temido que amado hechiza al déspota ilustrado, tanto que intenta exorcizarlo en una ópera con tema mexicano que también debemos a su ingenio. El personaje Moctezuma de su famosa ópera proclama: “non vorrei del regno il freno, se con man troppo severa lo dovessi governar”. Ya en la madurez Federico reconocería la ingenuidad de Moctezuma y la razón que asistía al florentino. Amargo desengaño.
En tiempos más recientes autores del calibre de Isaiah Berlin o Paul Veyne han discutido la originalidad del hombre de la enigmática sonrisa. Maurizio Viroli ha ofrecido interpretaciones agudas para explicar su obra. Antes lo hicieron Strauss o Maritain desde otras perspectivas. Los gobiernos constitucionales y el imperio de ley, es verdad, le han quitado en los últimos siglos las partes más polémicas al ejercicio del poder, pero no hay duda de que El Príncipe sigue siendo una lectura inspiradora y muy formativa.
Pocos hombres pueden aspirar a un epitafio (que da título a este artículo) tan esbelto y gratificador como el que sorprende a quien visita la tumba de Maquiavelo en la iglesia de la Santa Cruz. Pero pocos lo tienen tan merecido. La vigencia de El Príncipe estriba en su capacidad de deslumbrar sin que el olvido o el desuso la conviertan en carne de biblioteca antigua.
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