8/Abril/2013
El País
Juan Diego Quesada
Olga Sánchez Cordero pasa por ser uno de los ministros más
progresistas de la Corte Suprema de México, el máximo tribunal del país.
La jueza, con especial dedicación a los derechos humanos, ha revisado casos como el del indígena Alberto Patishtán,
un maestro de escuela encarcelado desde hace 13 años en un proceso
repleto de irregularidades que desnuda el kafkiano sistema judicial
mexicano. “Muchísima gente en México no tiene acceso a un abogado
altamente cualificado”, reconoce la ministra en una entrevista con EL
PAÍS, que alerta de las “paupérrimas” condiciones con las que se imparte
justicia en buena parte de la república.
El asunto ha llenado las cárceles de marginados que no tuvieron una
defensa digna por ignorancia y falta de recursos económicos. La ministra
ve primordial que el poder judicial acabe
con el trato injusto que reciben millones de ciudadanos. “Tenemos que
preocuparnos muchísimo dentro del gobierno para que las gentes tengan la
posibilidad de tener a alguien que las defienda, que esté debidamente
capacitado y que se entregue a su caso. Estas personas tienen que ser
abogados de oficio remunerados adecuadamente “, dice.
De lo contrario, ocurre que los buenos letrados acaban trabajando por
su cuenta. “¡No van a quedarse en una defensoría pública si ganan tres
pesos!”, señala enérgica ante dos de sus asesores, que hace un rato le
sugirieron sin éxito que se pusiera la toga para la entrevista. Ella es
como esos médicos que ven ridículos a los compañeros que van a tomar
café con bata y estetoscopio.
El caso del maestro tzotzil encarcelado en Chiapas, condenado con
pruebas fabricadas en su contra y por la incompetencia de su primer
abogado, llegó a la Corte por la insistencia del letrado especialista en derechos humanos Leonel Rivero,
que se hizo cargo de la defensa del indígena apenas el año pasado.
Presentó un recurso excepcional, el de reconocimiento de inocencia, un
vericueto judicial que hasta ahora nunca se había tenido en cuenta en
situaciones similares. Sánchez Cordero, en el Supremo desde 1995, atrajo
el tema y convenció a un colega para reabrir el proceso pero la
negativa de otros tres lo sepultó.
De prosperar ese recurso se hubiera abierto un precedente histórico
en la justicia mexicana. “Es un precedente fortísimo. Es un precedente
de un impacto impresionante en todos los juicios terminados. Sí,
pudiéramos esperar (de haberse aprobado) una avalancha de juicios ya
concluidos”, considera la ministra. A lo que se refiere es que todos
esos condenados en circunstancias parecidas podrían exigir el mismo
trato. Los jueces tendrían que revisar, uno a uno, juicios en los que se
condenó a muchos inocentes –presuntos culpables-
que hoy día siguen en la cárcel. Cuesta imaginar que algo así fuese
viable con los medios disponibles. ¿Eso motivó la decisión de los otros
ministros que no querían abrir la caja de pandora? “No lo sé”, dice.
Al continuar con el recuento de fallos, la ministra también ve un
gran problema en las sedes judiciales de las regiones, desprovistas de
medios y gente cualificada. Se han dado casos en los que un testigo
podía ser intimidado dentro de los edificios públicos. Es posible
contratar en algunos sitios el servicio de unos matones para que
atemoricen a la otra parte en pleito. “Los Estados tienen unas
defensorías paupérrimas”, ahonda Sánchez Cordero. Ese sentimiento se le
agravó el día que habló con un gobernador –no quiere concretar cuál- que
no sabía dónde estaba la defensoría pública y que desconocía incluso si
dependía del gobierno o del poder judicial. “Le pregunté”, relata,
“cuántas veces veía a su procurador (fiscal). ‘Lo veo diario, a veces
hasta dos veces al día’, contestó. Obviamente lo hacía porque es el
pulso de lo que está ocurriendo en el Estado en materia de seguridad, en
problemas de criminalidad. ¿Y cuántas veces volteaba a ver a su
defensor público?”. La respuesta es ninguna.
Sánchez Cordero ha revisado casos de indígenas encarcelados
injustamente como el de Jacinta Francisca Marcial, una mujer de metro y
medio acusada de secuestrar sin arma alguna a seis policías, o se ha
posicionado a favor de la libertad de Florence Cassez,
una ciudadana francesa considerada culpable de formar parte de una
banda de secuestradores. En ambos casos las pesquisas policiales y el
juicio estuvieron llenos de irregularidades y atropellos a sus derechos.
En el caso de la francesa la ministra –que redactó el segundo proyecto
de sentencia de ese caso– corría el riesgo de que la
acusaran de malinchista, el sentimiento de que algunos mexicanos
privilegian lo extranjero sobre lo nacional. “Se le violaron derechos
fundamentales como debido proceso, presunción de inocencia, asistencia
consular…”, recuerda.
La presión de su país de origen también ayudó a que Cassez fuese
liberada o al menos a que el asunto no se olvidase. Esa suerte no la
tienen muchos nacionales. Las organizaciones de derechos humanos se han encargado de rescatar las historias de estas personas indefensas y han presentado sus casos ante la Corte Suprema y la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
La ministra resalta el papel de estas organizaciones que sacaron a la
luz casos cuyo destino era agarrar polvo en cualquier estante. Acusados
que no conocen sus derechos (en el caso de los indígenas ni el idioma)
con pruebas dudosas o directamente inventadas. Mujeres en la cárcel por
no saber decir en español “yo no maté a mi hijo”. Líderes sociales entre rejas por haber incomodado a algún cacique local, como en el caso de dos indígenas condenados por un delito menor
que escondía un conflicto por el agua. “Si no tienes un abogado
especializado que lleve tu caso, quedas marginado del sistema de
impartición de justicia”, sentencia Sánchez Cordero.
El escaso sueldo y preparación de los abogados de oficio fomenta la
desidia de algunos de ellos y sirve de abono para la corrupción.
“Directamente ves que su casa y su carro no corresponden con el sueldo
que ganan”, puntualizará después un prestigioso abogado mexicano. En al
menos 10 Estados los letrados ganan menos de 10.000 pesos (833 dólares) y
ni siquiera es necesario que tengan el título para ejercer.
Patishtán es uno más dentro de este sistema viciado pero él ya ha
agotado las vías judiciales. Le restan 47 años en una prisión de San
Cristóbal de las Casas. “Yo soy inocente”, dijo a EL PAÍS cuando fue a
conocer su situación en prisión. La propia ministra considera imposible,
tal y como está redactada la sentencia, que este hombre matase a siete
policías federales él solo. Los testimonios que le sitúan en otro lugar a
esa hora no fueron tomados en cuenta. El único testigo que le sitúa en
la balacera lo reconoce a pesar de que supuestamente llevaba un
pasamontañas.
Existe la posibilidad de que el presidente Enrique Peña Nieto le conceda el indulto al maestro
chiapaneco. ¿No deja eso en mal lugar a la Corte? ¿La gente no
entendería que quien tiene que impartir justicia no la imparte y la deja
en manos de un decretazo del Gobierno? “Están agotadas todas las
instancias judiciales. Tenemos un marco constitucional y penal que
respetar”, insiste Sánchez Cordero.
Y es cierto, pero dentro de ese marco solo están los más favorecidos,
los que pueden pagarse un buen abogado, o al menos uno no tan malo, y
de ello es consciente la propia Sánchez Cordero. A los demás no les
queda más que estar al margen de la justicia. ¿Cuántos habrá como
Patishtán sentados en el catre de una cárcel sin que nadie se acuerde de
ellos porque no tuvieron un defensor en toda la extensión de la
palabra? ¿Cuántos son Patishtán en México?
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