Junio/2014
Nexos
José Ramón Cossío Díaz
En diciembre de 1994 se realizó una importante reforma constitucional a
la impartición de justicia. La Suprema Corte se redujo de 26 a 11
miembros, se creó un órgano para administrar al Poder Judicial de la
Federación (Consejo de la Judicatura) y se establecieron nuevos procesos
para que la propia Corte pudiese calificar la constitucionalidad de
buena parte de las normas de nuestro orden jurídico (controversias
constitucionales y acciones de inconstitucionalidad). Así, en pocos
años, la Corte se erigió en un personaje por demás visible de nuestra
opinión pública, al resolver casos en temas peliagudos como aborto,
anatocismo, VIH-SIDA, matrimonio entre personas del mismo sexo, “píldora
del día siguiente”, veto presidencial, validez de reformas
constitucionales, autonomía municipal y permanencia de juzgadores
locales en el cargo, entre otros.
Lo novedoso de todo ello fue, en principio, la participación de un
órgano que hasta entonces había actuado en otros temas, no
necesariamente menores pero sí de menor impacto jurídico y social por
los efectos del amparo. Otra innovación estuvo en la resolución de
conflictos entre órganos políticos por un actor distinto al presidente
de la República o su poderosa administración. Asimismo, otro cambio no
menor fue la sustitución de la racionalidad política por la jurídica en
la asignación de bienes (y poder) en disputa. Ahí donde, hasta entonces,
sólo había mayorías, arreglos, intercambios o chantajes, comenzaron a
aparecer argumentos, pruebas y decisiones agregados en un nuevo
entendimiento de base: la Constitución era norma jurídica y conforme a
ella debía determinarse, primero, la validez de las actuaciones de una
pluralidad de órganos y, segundo —conforme a ese entendimiento—, la
permisión o prohibición de diversas modalidades de acción política.
Ya en el siglo XXI la Corte comenzó a ser percibida como un nuevo y
privilegiado árbitro nacional. Este momento se advirtió como el de la
judicialización de la política o del gobierno de los jueces —como si
hubiera sido el más grande descubrimiento—. Los meses pasaron, los
actores entendieron las nuevas reglas del juego y los señalamientos
alarmistas comenzaron a disminuir. Hoy en día no hay más preocupación
por la posición de la Corte y sus posibilidades en conjunto sino, en
todo caso, por lo que pueda decir al resolver asuntos concretos.
Ahora bien, el cambio constitucional de 1994 y sus efectos no
fueron producto de la casualidad, ni del mero devenir de las cosas. La
reforma llegó en un momento en el que la pluralidad política no cabía
más en la institucionalidad de entonces. Ganar elecciones ya era
posible; lograr mayorías congresionales o municipales, también; pero no
así resolver con los mecanismos presidenciales y partidistas hegemónicos
los conflictos del incipiente pluralismo democrático. La
transformación de la justicia constitucional se originó por la necesidad
de instrumentos para resolver conflictos jurídicos entre órganos
políticos. Y, afortunadamente, la solución ha tenido éxito.
Los actores políticos han aprendido a transformar sus diferencias
en litigios, a buscar en la Constitución el origen y la solución a sus
disputas, a enfrentarse en un proceso reglado, dominado por una
racionalidad particular y formalizante, a esperar el resultado y a
acatarlo con sorprendente puntualidad. La suma de procesos y
resoluciones ha generado dos efectos adicionales. Primero, permitir que
algunos de los conflictos mayores de la dinámica política se resuelvan o
administren jurídicamente. Segundo, que la Corte intervenga de manera
remedial en algunas de las más serias lagunas o contradicciones de
nuestro orden jurídico, particularmente en las que conciernen a nuestro
caótico arreglo federal o a nuestra confusa división de poderes. Algo
que vale subrayar es que lo que la Corte no ha hecho, salvo de modo
marginal y aislado, es actuar sobre el acuerdo político que da lugar a
la norma jurídica controvertida. El diseño de las controversias y
acciones no está hecho para ello. Además, con la supresión en 2011 de la
facultad de la Corte para investigar violaciones graves a los derechos
humanos, ésta se encuentra imposibilitada para actuar más allá de
estrictos cauces procesales.
Así, pues, los conflictos entre órganos políticos se han hecho
regulares, prácticamente ordinarios. El ancestral déficit judicial en la
materia quedó razonablemente cubierto. Sin embargo, no puede decirse lo
mismo del otro medio de control de regularidad constitucional: el
juicio de amparo. Desde hace tiempo éste dejó de evolucionar. Concebido
para proteger a los individuos frente a intromisiones estatales, no se
ajustó para permitir el cumplimiento de las novedosas funciones
generadas por diversos cambios jurídicos. No importó que esos cambios
consistieran en la juridificación de nuevos arreglos sociales o
colectivos, en diversas maneras de lograr igualdad o en reconocer a los
derechos humanos de fuente internacional. Lo que en el amparo cambió fue
siempre sobre su propio y originario eje. La retórica
jurídico-nacionalista y la desconfianza hacia nuevas formas de litigio
social condujeron a su petrificación. Se impuso la idea de que el amparo
era “el” amparo, perdiéndose la oportunidad de que sucesivas
generaciones decidieran qué hacer con él y cómo utilizarlo para resolver
sus propios problemas.
En este contexto, vinieron las reformas constitucionales de junio
de 2011, las cuales pueden verse como consecuencia indirecta del impulso
guerrero en la lucha contra la delincuencia organizada y sus muchos e
inesperados efectos. Mediante una de ellas se modificó lo que he llamado
nuestra “antropología constitucional”, al determinarse que todos los
habitantes del territorio nacional gozarán de los derechos humanos
previstos en la Constitución y en cualquier tratado internacional del
que México sea parte. La reforma constitucional impuso a la totalidad de
los actores políticos y, por intermediación de ellos, de los sociales,
modos expresos de comportamiento a fin de que quienes aquí habiten vean
satisfechos sus derechos humanos. ¿Utopía? Tal vez, pero utopía
constitucionalizada, transformada en derechos y obligaciones. Que son
muchos derechos, puede ser, pero el texto constitucional no los acota ni
los distingue. Que pudiera haber diferencias entre los derechos de la
Constitución y los de los tratados, podría ser, pero la Constitución no
prevé restricciones y ordena armonizarlos para lograr la mayor
protección a las personas. Que todo esto es mucho, también puede ser,
pero es la decisión del órgano reformador de la Constitución, el que
cuenta con legitimidad política-electoral, el que observó las formas
constitucionales en su actuación, el que recogió las normas y principios
internacionales y los estándares admitidos como manifestaciones
aceptables del Estado moderno.
¿Cómo garantizar tanto para tantos? ¿Cómo salir de la mera y
consabida retórica jurídica? El mismo órgano que estableció el nuevo
sistema de derechos humanos previó una parte de la respuesta; la Suprema
Corte, interpretando la Constitución, estableció la otra. Al
Constituyente le correspondió modificar el juicio de amparo para dotarlo
de nuevas funciones. Hoy el amparo puede ser utilizado por más personas
para reclamar más derechos, llamar a juicio a más sujetos, tener más
amplios efectos y acotar de manera más extensa las actuaciones de
autoridades y particulares que violen derechos humanos. A una nueva
Constitución o, más puntualmente, a una nueva antropología
constitucional, corresponde un nuevo juicio de amparo. Éste es el mérito
del Constituyente y de la Legislatura que —haciendo de lado errores y
omisiones— modificó el amparo para permitir que los jueces federales
impongan racionalidad jurídica a los poderes públicos y privados vía
derechos humanos. A la Suprema Corte, por su parte, le correspondió
establecer el complemento en el llamado “caso Radilla”, en el que
decidió que más allá del amparo y sus fuertes y concentradas funciones,
todos los juzgadores del país deben hacer valer la supremacía
constitucional en los procesos que conozcan. Es decir, cuando los jueces
estimen que la norma legal aplicable a un caso sometido a su resolución
es contraria al texto constitucional y, en particular, a un derecho
humano, deberán dejar de aplicarla y resolver “como si la norma no
existiera”. Todos los jueces del país e independientemente de su materia
o jerarquía, deben privilegiar lo dispuesto en la Constitución frente a
lo que disponga cualquier ley. El control de constitucionalidad se
descentralizó dando lugar a una forma de actuación judicial hasta
entonces inexistente en nuestro país.
Para quien no esté en el mundo del derecho o, inclusive, para quien
estándolo no participe en su ámbito judicial, los cambios apuntados
pueden o han pasado inadvertidos. Éstos, sin embargo, habrán de influir
profundamente en el desarrollo de la política, la administración y una
parte importante de las relaciones sociales, sencillamente por las
posibilidades de imponerles racionalidad jurídica. La aparición de las
condiciones de posibilidad de esta nueva variante impone a la sociedad
la vigilancia del derecho en, al menos, dos planos. Primero, el de la
profesión que detenta cierto monopolio en el entendimiento y operación
de las normas jurídicas, de los órganos que por diversos procedimientos
pueden crear esas normas, del papel de los juristas que tratan de
explicar y sistematizar al derecho, por ejemplo. En el segundo plano,
convendría que la sociedad observara más y mejor a sus jueces. En ellos
no sólo está recayendo la resolución de litigios concretos, sino la
configuración de buena parte de las formas aceptables de ejercicio del
poder y relaciones sociales. Ocuparse del derecho en su carácter de bien
público y entender lo que los juzgadores hacen y pueden hacer, quiénes
son, cómo se designan y qué tan consistentes son, se han convertido en
tareas centrales para la construcción de la democracia constitucional a
la que aspiramos.