domingo, 17 de noviembre de 2013

Las trampas del consenso

Octubre/2013
Nexos
José Ramón Cossío Díaz

El 3 de septiembre el Pleno de la Suprema Corte resolvió, por mayoría de 10 votos, la Contradicción de Tesis 293/2011. El tema de la misma era determinar la relación de los derechos humanos establecidos en la Constitución y en los tratados internacionales celebrados por el Estado mexicano, a efecto de lograr la protección más amplia a las personas. Sin duda se trataba de una cuestión de particular relevancia, pues mediante este criterio debía darse una interpretación nueva a lo dispuesto en el artículo 1 constitucional, reformado en junio de 2011. Mi posición fue en contra de la propuesta final presentada por el ministro Zaldívar en busca de un consenso pues, a mi juicio, lo que se resolvió resultaba contrario a lo establecido en el propio artículo 1. Conviene aclarar que en el proyecto sometido a la aprobación del Pleno de la Suprema Corte se recogieron buena parte de los argumentos que expresé en contra del proyecto originario que discutimos en marzo de 2012. Por ello, en todo momento manifesté mi conformidad con la nueva posición. Sin embargo y con motivo de los cambios que a lo largo de las discusiones se fueron introduciendo a la nueva propuesta, voté en contra del criterio que finalmente se adoptó. Las que expongo a continuación son las razones fundamentales de mi disenso.

El motivo alegado en todo momento para introducirle cambios sustanciales al proyecto fue la búsqueda de una solución operativa en materia de derechos humanos. La invocación reiterada a encontrar una solución al problema que la Corte tenía que resolver, como si lo importante del caso fuera el establecimiento de un criterio, cualquiera que éste fuera. La razón para no compartir este curso de acción es que a mi juicio hay decisiones, en este caso  constitucionales, que no pueden tener al consenso como única razón de ser. En una diversidad de temas es plausible tratar de construir consensos en la Suprema Corte, pero considero que hay decisiones en las que la convicción personal no puede ceder. El tema de los derechos humanos tiene estas características. El que ello sea así no resulta de una creencia personal, sino del modo como el órgano reformador de la Constitución decidió cambiar en junio de 2011 la esencia de la Constitución, poniendo una carga extraordinariamente importante en la protección a los derechos humanos a partir del principio pro persona. Lo que se transformó fue la antropología constitucional misma, determinando de un modo completamente distinto la posición de las personas frente a las autoridades estatales. Suponer que este reconocimiento puede ser instrumentalizado en aras de lograr consensos entre los ministros, es tanto como generar un espacio de libre disposición judicial frente a lo establecido por un órgano democrático cuya legitimidad no está en duda.

Mi segundo punto de disenso a lo que finalmente aprobó la mayoría de mis colegas tiene que ver con la introducción del criterio de jerarquía para relacionar los derechos humanos establecidos en la Constitución y en los tratados internacionales. Si el párrafo segundo del artículo 1 dispone que a las personas se les dará en todo momento la protección más amplia en términos de lo que dispongan los derechos humanos de fuente constitucional o convencional, no puede establecerse la prevalencia de las normas constitucionales en los casos en que establezcan restricciones, sin admitir que con ello se incorpora expresamente un criterio de jerarquía constitucional.

El artículo 133 establece que un tratado internacional se incorpora al orden jurídico mexicano cuando su contenido y su proceso de aprobación son acordes con la Constitución. Hasta este momento la Constitución es jerárquicamente superior al tratado, sencillamente por prever sus requisitos de validez. Sin embargo, a partir de ahí el artículo 1 da lugar a una operación normativa completamente diferenciada, que nada tiene que ver ya con cuestiones de jerarquía. Como acabo de señalarlo en el párrafo anterior, la reforma de junio de 2011 implicó que deben hacerse operaciones normativas a partir del principio pro persona tanto con los derechos humanos contenidos en los tratados internacionales de los que México es parte como con aquellos reconocidos en la Constitución, sin establecer ninguna jerarquía entre ellos.

La posición adoptada por el Constituyente mexicano se viene construyendo en el mundo desde hace más de 50 años a partir del principio de dignidad de la persona. Las razones históricas son harto conocidas y no tiene sentido repetirlas aquí. Lo que sí interesa señalar es que esta idea y sus desarrollos se han ido incorporando a las constituciones y tratados internacionales, con lo cual han dejado de ser meras construcciones de la filosofía política o del iusnaturalismo, para constituirse sin más en derecho positivo. Con este carácter la Constitución y los tratados internacionales obligan a realizar operaciones normativas con los derechos humanos determinados por el legislador democrático. Este cambio radical en el modo de entendimiento de nuestro orden jurídico tiene que aceptarse a plenitud, salvo que se quiera mantener un positivismo ideológico donde sólo se acepta la existencia de la Constitución siempre que no contenga elementos que resulten contrarios a las convicciones personales.

Con la reforma de 2011 el Constituyente, como órgano democráticamente legítimo, generó una solución novedosa que puede no gustar a muchas personas. No obstante, al asumir el cargo de ministro de la Suprema Corte protesté guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que  de ella emanen. Es por ello que independientemente de la posición que se tenga con respecto a la idea “derechos humanos”, en la Constitución se les ha otorgado un estatus específico que debe ser cabalmente garantizado. Lo dispuesto en ella nos conduce a maximizar la interpretación conjunta de los derechos humanos de fuente constitucional y convencional en aras de otorgarle la mayor protección posible a las personas. Desde el momento en que se dice que ello será así “salvo” cuando exista una restricción constitucional expresa, se está desconociendo lo dispuesto en el propio texto constitucional en razón del desplazamiento que se hace de los derechos de fuente convencional frente a lo dispuesto, no como derecho, sino como restricción, por la Constitución nacional.

Cuando la Constitución dispone  en el primer párrafo del artículo 1  que el ejercicio de los derechos humanos “no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos bajo las condiciones que esta Constitución establece”, ello también debe entenderse bajo la clave interpretativa del principio pro persona. Por lo mismo, debe referirse única y exclusivamente a las condiciones establecidas en varios párrafos del artículo 29 de la propia Constitución. Éstas son expresiones técnicas y específicas que deben utilizarse sólo  en estos casos, sin extenderse a cualquier restricción que pudiera entenderse contiene la Constitución. Las últimas reformas a los artículos 1 y 29 tienen la misma génesis, por lo que no deben ser interpretadas con orientaciones diversas.

Lo que la posición mayoritaria terminó generando fue una regla universal de interpretación por virtud de la cual el derecho convencional cede frente al derecho constitucional desplazando la posibilidad de resolver los problemas caso por caso aplicando efectivamente el principio pro persona. No es verdad, como sostuvo la mayoría, que la interpretación generada por ella permita la ponderación caso por caso de todos los derechos humanos. Para que ello fuere así, debía darse la plena igualdad entre los derechos humanos de fuente constitucional y de fuente convencional. Pero como se introdujo una diferenciación entre uno y otro tipo de derechos al darle preeminencia jerárquica a las restricciones constitucionales, tal igualdad se rompió. Lo más que puede hacerse en este tipo de operación es determinar si en la situación concreta que se enfrente existe tal restricción para, a partir de ahí, desplazar al derecho humano establecido en un tratado.

Es cierto que siempre que los derechos colisionen —por decirlo de esta forma— debe generarse una interpretación como forma de resolución de estos conflictos. Ésta ha sido una de las funciones históricas del constitucionalismo. Sin embargo, lo que se generó con la adopción de este criterio es una regla hermenéutica de carácter general para decidir siempre en favor de la norma constitucional frente a la convencional. Consecuentemente, al haberse creado una regla de jerarquía, se eliminó la posibilidad de aplicar el principio pro persona para resolver los conflictos entre derechos.

La resolución adoptada por la mayoría de ministros significa una regresión grave respecto a lo que habíamos votado en otros asuntos en los que, precisamente, existían soluciones diversas entre las normas convencionales y constitucionales en materia de derechos humanos. Ello es así porque en al menos dos casos la Suprema Corte había considerado a los derechos de una u otra fuente en condiciones de perfecta igualdad y se había extraído, de entre todos ellos, los que mejor protegieran a la persona: uno de ellos, relativo al lugar de compurgación de las penas cerca del domicilio familiar; el otro, relacionado con los límites y modalidades del trabajo forzado. El efecto de la resolución mayoritaria es contrario al principio de progresividad establecido en el párrafo tercero de la propia Constitución.

Lo verdaderamente grave del criterio adoptado por la Corte, y de ahí mi disenso, es que impedirá llevar a cabo un libre juego de apreciación o balance entre los derechos humanos de fuente constitucional y los de fuente convencional y, con ello, afectará el entendimiento cabal del principio pro persona. La razón final del peso otorgado a las normas constitucionales es su jerarquía, asunto éste que no fue introducido por el Constituyente en la reforma de junio de 2011. El consenso logrado para llegar a esta conclusión, para mí inaceptable, me llevó a mantenerme fuera de él.

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