12/Octubre/2013
Confabulario
Lucía Melgar
El 17 de octubre conmemoramos, y celebramos, el 60 aniversario de la
obtención del sufragio femenino en México. La fecha, como apunta la
historiadora Gabriela Cano en un artículo reciente (“Paradojas del
sufragio femenino”, Nexos, octubre), remite al día de la publicación, en
el
Diario Oficial, del decreto que reforma el artículo 34
constitucional para incluir explícitamente a las mujeres en la
ciudadanía; al momento, sugiere, en que ya no había marcha atrás: las
mujeres podrían votar y ser electas.
Conmemorar la entrada de las mujeres en la ciudadanía plena a partir
de la publicación oficial, en esa fecha y no otra, resulta
significativo. Si pensamos en otras conmemoraciones como la
Independencia, la Revolución, o incluso el Día Internacional de la
Mujer, vemos que en cada una de ellas lo que se configura como
acontecimiento histórico se representa metonímicamente en una escena
dramática, que corresponde al inicio de un proceso o a un drama, con
participación de masas (real o esperada), demandas y denuncias, acción y
voz o, en resumen, movimiento social. En contraste, el 17 de octubre se
nos aparece como un momento de alivio o alegría mesurada, ante la
confirmación de que “
por fin las mujeres podrían votar y ser
electas” (retomando el titulo de un libro de Enriqueta Tuñón). Más de
una, podemos imaginar, recordaría cómo 15 años atrás, llevadas por el
entusiasmo, habían celebrado la simple aprobación de la reforma al
artículo 34, sin imaginar jamás que su publicación oficial quedaría en
suspenso, hasta el final del sexenio cardenista, junto con el cual
caducaría.
La falta de dramatismo de una fecha puede ser irrelevante o se puede
justificar como una opción razonable para conmemorar un logro social
corroborado con sellos oficiales. En términos prácticos, importa que las
mujeres podían por fin ir a las urnas y postularse a puestos de
elección popular en todo el país, no sólo en los municipios, y sin
correr el riesgo de perder en los tribunales o en los hechos lo que
habían ganado en las urnas, como sucedió a las pioneras que afirmaron su
derecho a la ciudadanía activa aun cuando la voz de la tradición (y del
estado) se lo negara (pensemos en Hermila Galindo, Elvia Carrillo
Puerto, Soledad Orozco y otras). En términos simbólicos y culturales, en
cambio, importa también la forma en que se alcanza el sufragio
femenino, lo tardío de la fecha (como también ha señalado Cano) y lo que
implica conmemorar la obtención de un derecho ciudadano a través de (o
en) una enunciación oficial.
Así resulta que a nuestra celebración le faltan luces de bengala para
ser una verdadera fiesta popular, o una fecha a la altura de todas las
protagonistas del camino hacia las ciudadanía. En efecto, el sufragio
femenino no sólo se atrasó 15 años —o casi cuatro décadas si tomamos en
cuenta la participación de las mujeres en la Revolución y las
discusiones en torno a la Constitución del 17—, sino que llegó a México
cuando un país que excluía a las mujeres de la ciudadanía era casi
impresentable en el ámbito internacional, y cuando regímenes
autoritarios como el de Machado en Cuba o Perón en Argentina habían
“dado” el voto a las mujeres tiempo atrás (1934 y 1947,
respectivamente), opacando así la importancia de las demandas femeninas y
feministas que les habían precedido. Pero, además, lo que conservamos
en la memoria es la segunda etapa de la lucha por el sufragio, la menos
popular, la más paternalista, aquélla en que se opta desde arriba, y con
la anuencia (así fuera conveniente) de las de abajo, por el cambio
gradual; la etapa que nos lleva de la exclusión pasiva por desconfianza
en 1939-40 a la inclusión “hogareña” que asimila el municipio con la
casa y acepta que las mujeres puedan ser buenas administradoras; a una
inclusión completa, sí, pero no exenta de condescendencia.
En la iniciativa enviada a la Cámara por el presidente Alemán, por
ejemplo, se dice que “los ayuntamientos tienen como función principal
suministrar servicios que hagan la vida cómoda, higiénica y segura”, se
plantea la necesidad de que las mujeres participen a nivel local y se
establece un símil implícito entre casa y municipio, para luego plantear
que, tras esta experiencia, se le atribuirá a la mujer “una más amplia y
general capacidad electoral”, como explica Enriqueta Tuñón en
¡Por fin… ya podemos elegir y ser electas! (2002).
La mujer a la que el estado otorga el derecho a la ciudadanía plena
en 1953 no es el ser humano a quien se le reconocen los mismos derechos y
se le convalidan formalmente como un acto de justicia (en 1937) sino
una persona a la que se considera menos capaz, que ha ido aprendiendo y
que por fin ha demostrado que se puede confiar en ella.
Lo que se pierde entre la etapa cardenista y el régimen de Ruiz
Cortines es la presencia activa de mujeres organizadas en un movimiento,
en un Frente amplio (el Frente Único ProDerechos de la Mujer que
estudia, por ejemplo, Esperanza Tuñón Pablos en su libro
Mujeres que se organizan,
de 1992), caracterizado por el pluripartidismo, la diversidad de clases
y ocupaciones, que alcanzó su cima en 1937. Se pierde también, y esto
hay que subrayarlo, el discurso de la igualdad y el sentido de justicia
que lo caracterizaba desde sus inicios, por ejemplo en las célebres
palabras de Hermila Galindo en 1916: “Es de estricta justicia que la
mujer tenga voto en las elecciones de las autoridades porque si ella
tiene obligaciones para con el grupo social, razonable es que no carezca
de derecho” (en su texto “Soy una mujer de mi tiempo”). Sentido de
igualdad y de justicia que persiste en 1937 y del que Cárdenas se hizo
eco o adoptó en la conocida declaración que dio impulso al movimiento
por el voto: “En México el hombre y la mujer adolecen paralelamente de
la misma deficiencia de preparación, de educación y de cultura, sólo que
aquél se ha reservado para sí derechos que no se justifican”.
Observación que, además, desecha los argumentos de que las mujeres eran
ignorantes o que la existencia de unas pocas ilustradas no justificaba
dar el voto a todas.
Lo que surge en los años cuarenta y cincuenta es una alianza más
convencional entre mujeres menos heterogéneas y el estado, y en la que
aquéllas piden el voto pero aceptan (así sea por conveniencia) el
discurso paternalista de éste; un discurso más conservador, acorde con
el rumbo político de la época, menos nacionalista, nada revolucionario o
revolucionario-institucional. Se difunde y repite un mensaje
condescendiente donde la mujer es “ejemplo de abnegación” (así dice Ruiz
Cortines en 1952) que justifica el gradualismo como opción
políticamente responsable, cercano a las voces que se habían opuesto al
sufragio del “sexo débil” como si peligrara el fin de la femineidad, la
crisis de la familia, el desorden social, el fin del mundo…
Para muchos sería el fin del mundo conocido por ellos… No sólo por el
voto de las mujeres, también por los demás cambios sociales que desde
el siglo XIX venían impulsando maestras y profesionistas pioneras,
algunos liberales ilustrados, y que en el XX dinamizaron
revolucionarias, escritoras y periodistas, líderes obreras, integrantes
de partidos varios, y de nuevo, maestras.
La lucha por el voto y su revés en 1917 —cuando el texto de la
Constitución se interpreta en masculino y de manera excluyente—, y en
1937-38 —cuando la Cámara y la mayoría de los estados aprueban la
reforma constitucional para incluir a “hombres y mujeres”—, no se
valoran en su complejidad y magnitud, si no se entrelaza con la lucha
por la educación y la búsqueda de igualdad en todos los ámbitos,
incluido el espacio privado del matrimonio. Desde el siglo XIX hay
mujeres que se pronuncian por más y mejor educación, por acceder a las
profesiones y ser independientes, y que reivindican sus derechos en
términos de igualdad. Durante y después de la Revolución, figuras como
Hermila Galindo o María Ríos Cárdenas reivindican la participación
femenina en la lucha armada, en la vida pública, en el ámbito productivo
como pruebas de su capacidad y compromiso con el país.
Exigen que se reconozcan sus derechos, no como una “dádiva” ni una
concesión sino como un acto de justicia o como consecuencia lógica (en
el marco de lo justo) de las obligaciones que se les imponen: en
palabras que el Bloque Nacional de Mujeres Revolucionarias envía a los
diputados y que cita María Ríos en
La mujer mexicana es ciudadana,
1940: “Falta a la moral, a la justicia, a la labor política, el
gobierno que niega a las mayorías (y éstas las formamos las mujeres) el
derecho de ciudadanía, y en cambio se nos obliga a cumplir con todos los
deberes, como ser juzgadas por las mismas leyes penales que rigen a los
hombres; cubrir los impuestos que determina el Fisco; contribuir la
sostenimiento de partidos políticos, desfilar en manifestaciones de
igual índole”.
Si nos preguntamos para qué querían el voto las mujeres,
probablemente la primera respuesta no sea “para tener poder” sino “para
cambiar la vida”, su vida. O tal vez, de manera más clara, lo querían
para ejercer un derecho que se les había negado por mera arbitrariedad:
tener incidencia directa o indirecta en las leyes que se les imponían.
Votar fue y es en más de un sentido tener voz y poder alzar la voz. Y no
hay duda que las mujeres del XIX y principios del XX e incluso las
mujeres de los años treinta y cincuenta tenían mucho que decir y
denunciar y mucho que reclamar en términos de igualdad y vida digna:
desde las desigualdades en el acceso a la tierra, la propiedad, la
educación —por no hablar de la política— hasta las iniquidades del
código civil para las mujeres casadas —todavía consideradas incapaces o
inferiores— o las infamias de las leyes penales ante la violencia, y la
violencia sexual en particular.
El discurso de la igualdad que predomina (o parece predominar) hasta
1940 amplía el significado de estas luchas y las enlaza con las
reivindicaciones actuales más urgentes, en pro de la igualdad, la
libertad y la vida digna. En contraste, la noción de que el estado
otorga a las mujeres derechos acotados, graduales, sitúa a las
receptoras del voto de 1947 y 1953 como entes pasivas, que tendrían que
agradecer la concesión de un estado que también las necesita (o las
puede instrumentalizar) y que a través de sus leyes les ha negado la
igualdad. Si bien no podemos generalizar y es evidente que Amalia
Castillo Ledón y otras mujeres que participaron en esta segunda etapa no
corresponden al estereotipo sumiso, el tipo de relación que se forja y
se proyecta desde el discurso oficial, a través de Alemán o Ruiz
Cortines, mina desde el principio la autonomía de las votantes frente al
estado y saca a la luz la contradicción entre la supuesta intención de
guía o protección paternalista del estado y la desigualdad que se
institucionaliza a través de las leyes.
Cabría plantear que esta contradicción o
double bind
persiste en la situación política de las mujeres hoy. Ya no se trata
sólo de la relación de las votantes con el ejecutivo sino de las mujeres
votantes y elegibles frente al estado por un lado, y frente a los
partidos políticos, por otro. Empezando por éstos, la resistencia de
todos los partidos ante la obligatoriedad de la cuota de género en
proporción de 60%-40% que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la
Federación tuvo que corroborar en una sentencia específica en 2011
demuestra o al menos sugiere una incomprensión profunda de lo que es la
igualdad de derechos en términos de ciudadanía. En cuanto a las
instituciones del estado, persiste una contradicción entre el discurso
de la igualdad (que corrobora la propia sentencia del Tribunal y que se
amplía, por ejemplo, en la Ley de Igualdad entre Hombres y Mujeres) y la
falta de acceso de las mujeres a la justicia ( en cuanto a violencia
sexual y feminicida, cuya impunidad es alarmante) pese a la vigencia de
leyes específicas que mujeres políticas (diputadas y senadoras) han
diseñado, promovido y aprobado.
Estas contradicciones no se explican sólo en función del tipo de
relación entre las mujeres y el estado que se estableció en 1947-1953;
es preciso tomar en cuenta muchos otros factores que inciden en la
cultura política y en la condición real de las mujeres. Sin embargo,
puede ser iluminador reflexionar en el sentido actual del voto y de la
representación ciudadana desde las contradicciones que el proceso mismo
fue produciendo y que esa fecha emblemática sintetiza. No está de más
recordar que ya en los años treinta había voces que ponían en duda el
poder transformador del voto femenino y argumentaban, desde la
izquierda, por una transformación social más amplia.
A 60 años de lograr que por fin se reconociera a las mujeres como ciudadanas, mucho hemos logrado y mucho queda por transformar.