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María Amparo Casar
Dos mitos se han apoderado del imaginario público: el de la incapacidad de llegar a acuerdos en el Congreso y el de la capacidad transformadora de las reformas constitucionales. Convengamos llamar a uno el mito de la parálisis y al otro el fetichismo constitucional. El primero supone que la ausencia de mayoría para un partido en el Congreso, en particular el del presidente, y las irreconciliables diferencias entre las fracciones parlamentarias llevan a la inmovilidad legislativa. El segundo, que cada cambio en la Constitución lleva aparejado un cambio equivalente, seguro y automático en la realidad.
Cuando en 1988 el PRI apenas alcanzó la mayoría en la Cámara de Diputados se auguró que ningún partido de oposición estaría dispuesto a hacerle el juego a ese partido y que el reformismo constitucional llegaría a su fin. El pronóstico volvió a plantearse cuando en 1991 se modificó la Constitución para impedir que un solo partido pudiese contar con los dos tercios de asientos necesarios para reformarla. Para el momento en que apareció el primer gobierno sin mayoría (1997) se vaticinó que las reformas constitucionales quedarían sepultadas.
Ninguna de estas predicciones resultó cierta. El reformismo constitucional no sólo no llegó a su fin sino que aceleró el paso.
La primera reforma a la Constitución ocurrió en 1921. De entonces hasta el momento se han emitido 206 decretos de reforma constitucional que han modificado 555 veces los artículos constitucionales.
Durante la larga época de gobiernos unificados el número de reformas constitucionales por sexenio varió y no se registra relación alguna con la composición de las Cámaras. Encontramos sexenios con sólo una reforma constitucional (Ruiz Cortines) y sexenios con 19 (López Portillo).
Si tomamos como referencia la “era dorada” del dominio del PRI (1946-1982) con mayorías superiores al 85% en la Cámara de Diputados, del 100% en la de Senadores y sin escisiones serias en el partido gobernante, encontramos que en esos seis sexenios se emitieron 59 decretos de reforma constitucional. En contraste, en los siguientes cinco sexenios (1982-2012), caracterizados por una mayor y creciente pluralidad, el número de decretos casi se duplicó: el Congreso aprobó 108 reformas constitucionales.
Lo mismo ocurre si hacemos otro corte y contrastamos los últimos 15 años de gobierno unificado en los que el partido del presidente sí tenía la mayoría en ambas Cámaras, con los últimos 15 de gobierno sin mayoría. El número de decretos de reforma es de 39 contra 69, un aumento de 77%. Finalmente, otro dato importante: durante el sexenio que concluyó el año pasado (2006-2012) ocurrieron más cambios constitucionales que en cualquier otro. Las dos últimas legislaturas fueron responsables de más del 20% de todas las reformas desde 1917 (ver gráfica 1).
A pesar de estas cifras, la tesis que sostiene que el pluralismo y la ausencia de mayoría para el partido del presidente han impedido la formación de acuerdos en el Congreso, ha ganado carta de naturalización y la percepción generalizada es que los partidos ni se entienden entre sí ni con el Ejecutivo. Tan difundida ha sido esta posición que algunos políticos, intelectuales y formadores de opinión han planteado la necesidad de modificar el sistema electoral para que éste incentive, induzca o incluso imponga la mayoría para un partido y así retomar la senda del reformismo.
De dónde sale esta tesis, es un misterio. Una conjetura es que los medios se han dado a la tarea de resaltar los pleitos en el Congreso y no los acuerdos; a destacar las iniciativas que no han prosperado por encima de las que sí han transitado. Otra es que las famosas reformas estructurales (fiscal, telecomunicaciones, energética, educativa) se han quedado congeladas en el Congreso. La otra es la simple falta de estudio y análisis del trabajo legislativo que si algo demuestra es que el pluralismo y el reformismo lejos de reñirse han caminado juntos.
La pluralidad en el Congreso ha traído muchas consecuencias —algunas virtuosas y otras perniciosas— pero entre ellas no se cuenta la de la parálisis.
Desde luego que la tasa de aprobación legislativa ha disminuido pero esto se explica por el crecimiento exponencial —más bien absurdo— del número de iniciativas presentadas. De 1982 a 1997 se presentaron en Cámara de Diputados un total de mil 671 iniciativas, esto es, un promedio de 111 por año.1 En contraste, entre 1997 y 2012 se presentaron 11 mil 388 o un promedio de 759 al año. El crecimiento fue de 581%. En el Senado el número de iniciativas presentadas para este segundo periodo fue de cuatro mil 350.
Las cifras de iniciativas de reforma constitucional para el periodo 1982-1997 no están disponibles, pero puede suponerse que fue un número mucho menor al que se registra para los 15 años de gobiernos sin mayoría: dos mil 470 iniciativas de reforma constitucional en Cámara de Diputados y 933 en el Senado, para dar un gran total de tres mil 403.
El número es ridículo. Ningún Congreso puede procesar 227 iniciativas de reforma constitucional por año o más de cuatro por semana. Sin embargo, el resultado final en estos 15 años de trabajo legislativo no es despreciable o menor. Se expidieron 69 decretos de reforma constitucional que agruparon 294 iniciativas provenientes de todos los partidos. En 15 de ellos aparece al menos una iniciativa del Ejecutivo.
La pluralidad también trajo cambios en lo que respecta al origen de las iniciativas. El número de iniciativas totales (constitucionales y ordinarias) presentadas por el Ejecutivo disminuyó sensiblemente tanto en números absolutos como relativos. Si entre 1982 y 1997 el Ejecutivo presentó 477 iniciativas (un promedio de 95 por legislatura), en los siguientes 15 años presentó 316 (un promedio de 63 por legislatura). En términos porcentuales, esta cifra representa tan sólo 2% de las iniciativas presentadas.
Para este último periodo, del total de iniciativas presentadas, tres mil 403 (21.6%) fueron de reforma constitucional. De éstas, sólo 26 correspondieron al Ejecutivo, apenas el 0.8% del total de iniciativas de reforma constitucional presentadas en ambas Cámaras.
No se dispone del número de iniciativas de reforma constitucional presentadas por el Ejecutivo y su estatus (aprobadas, rechazadas y pendientes) para las legislaturas anteriores,2 pero para presidentes cuyos partidos no han conseguido mayoría en el Congreso y habida cuenta del tope de representación en la Cámara Baja (equivalente al 60% de los asientos), la tasa de aprobación de reformas constitucionales aparece razonable: 46%. De hecho, solamente tres iniciativas le fueron rechazadas en su momento al Poder Ejecutivo.3
El estudio de las coaliciones formadas para la aprobación de los 69 decretos de reforma constitucional también arroja resultados interesantes:
• La coalición más frecuente es la que incluye a los tres partidos grandes (PRI-PAN-PRD). Éstos formaron parte del 83% de las coaliciones.
• El PRI ha participado en todas las coaliciones ganadoras formadas para las reformas constitucionales.
• El PRI y el PAN han sido aliados más frecuentes entre sí que cualquiera de ellos con el PRD.
• El partido que con más frecuencia se excluye de las coaliciones ganadoras es el PRD. En 15.8% de ellas el PRD votó en contra de la aprobación de la iniciativa de reforma constitucional.
• Los partidos pequeños que a lo más han llegado a sumar el 10% de la representación en las Cámaras no han sido en ningún caso determinantes para la aprobación o rechazo de las reformas constitucionales (ver gráfica 2).
Estos son los datos duros que se desprenden del estudio de las reformas constitucionales y en ellos no hay juicio de valor sobre su contenido. Simplemente desmienten la tesis de que la pluralidad y ausencia de mayoría para el partido del presidente tienen como consecuencia la falta de acuerdos y la imposibilidad de construir coaliciones para el cambio.
Pero bien podría decirse que el quid no está en los números sino en la calidad de las reformas y su impacto potencial, ya sea en los derechos ciudadanos, en la forma de gobierno o en las políticas públicas.
Desde esta perspectiva tampoco encontramos grandes diferencias entre los gobiernos con y sin mayoría. En ambos tipos de gobiernos coexisten reformas cosméticas o sin consecuencia y reformas con gran potencial transformador. Por ejemplo, en los gobiernos de mayoría se pasaron reformas tan relevantes como la municipal (1983), la que primero estatizó (1982) y después privatizó la banca (1990), la que dio autonomía al Banco de México (1993) y al IFE (1996), la que otorgó personalidad jurídica a las Iglesias (1992) o la que fortaleció al Poder Judicial (1994).
En los gobiernos sin mayoría se encuentran también reformas transcendentes: la de la Auditoría Superior de la Federación y cuenta pública (1999 y 2008), la de presupuestación (2004), la que dio autonomía al INEGI (2006), la de transparencia (2007), la electoral (2007), la de seguridad y justicia (2008), la de los derechos humanos (2011), la del juicio de amparo (2011) o la que establece las candidaturas independientes, las formas de democracia directa y la iniciativa preferente (2012).
Tenemos entonces que el reformismo constitucional se ha acelerado a medida que ha avanzado la pluralidad y que la calidad, relevancia e impacto potencial de las reformas no ha variado de acuerdo a la existencia de gobiernos con y sin mayoría.
A diferencia de lo que ocurría con anterioridad en que las reformas respondían a los cambios requeridos por un proyecto sexenal de gobierno, a partir de 1982 lo que presenciamos es un cambio de foco de las reformas hacia la ampliación de derechos, el reequilibrio de los poderes (en particular, el fortalecimiento de los poderes Legislativo y Judicial), los mecanismos de acceso al poder, la seguridad y justicia y los instrumentos de transparencia y rendición de cuentas. Resalta también el campo del federalismo, que es uno de los más reformados pero que, sin embargo, cuenta con el mayor número de cambios intrascendentes y de bajo impacto salvo por el caso de la reforma municipal de 1983 (ver gráfica 3).
Los hallazgos producto de la revisión exhaustiva de los decretos constitucionales lo único que quieren decir es que no ha habido parálisis en el Congreso, que el reformismo constitucional se ha acelerado, que la ausencia de una mayoría para el partido del presidente no ha sido obstáculo para la formación de coaliciones, que las coaliciones suelen ser más amplias que las requeridas por ley y que hay una mayor coincidencia entre el PRI y el PAN. Nada más pero nada menos.
Dicho esto, hay que tener cuidado con el reformismo. Las constituciones van adecuándose —vía las reformas o vía la interpretación— a los cambios que con el tiempo se producen en la sociedad y en la política. Pero, pasado cierto umbral, el reformismo no es bueno o malo en sí. Ese umbral está dado por lo que deben ser los ejes articuladores de una constitución: los derechos fundamentales, la forma de gobierno y los límites a la autoridad gubernamental.
No suele repararse en que el carácter de “constitucional” de una reforma no implica relevancia ni conlleva necesariamente potencial transformador; que una sola reforma puede ser de mayores consecuencias políticas que una decena de ellas y que las reformas a la legislación ordinaria o incluso los actos de gobierno pueden ser de mayor trascendencia que los decretos de reforma constitucional (por ejemplo el Tratado de Libre Comercio o la liquidación de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro).
La pregunta relevante es si la Constitución y sus constantes reformas han sido un instrumento eficaz para transformar la realidad. Las dudas son muchas y, otra vez, no encontramos grandes diferencias entre los gobiernos unificados y los sin mayoría.
¿Mejoró la producción en el campo o se elevó la calidad de vida de los campesinos como efecto de la reforma salinista al ejido? ¿La reforma a la seguridad y justicia ha hecho avanzar el acceso a la justicia o agilizado los juicios? ¿Ha obstaculizado el título IV de la Constitución el tráfico de influencias o la malversación de fondos? ¿La prohibición constitucional de los monopolios, los ha impedido? ¿La reforma constitucional que hace obligatoria la educación media superior la ha garantizado como un derecho o, al menos, ha tenido efecto para ampliar la oferta educativa? ¿Disminuyó el poder de las televisoras como efecto de la prohibición de la venta de espacios a partidos y particulares?
A pesar de las dudas que estas (y muchas otras) interrogantes plantean, uno estaría obligado a concluir que dada la acusada y creciente tendencia a modificar la Constitución, la clase política tiene una fe ciega en el potencial transformador de las reformas.
Aquí es donde entra el fetichismo constitucional. Un fetiche es un objeto de culto al cual se le atribuyen poderes mágicos o sobrenaturales y el fetichismo es la cualidad de un objeto para ostentar un poder que no le pertenece por naturaleza.
A la Constitución y a sus reformas se les ha atribuido este poder mágico aunque, como acertadamente afirma Pedro Salazar, muchas normas son pura retórica constitucional: “hay una realidad material que desafía al marco constitucional vigente y que desautoriza a quienes presumen sus reformas”.
La Constitución está llena de buenas ideas y mejores propósitos, pero su transformación en los objetivos que persigue es muy deficiente. Bien pensado, hay mucho más camino por recorrer en materia de ejecución que en el de reformación.
No parece tampoco repararse en el hecho de que hay muchas maneras de hacer nugatorias las reformas constitucionales, dos de ellas muy socorridas en caso de México. La primera es no emitir las leyes reglamentarias de esas reformas. Los 69 decretos de reforma constitucional emitidos en los últimos 15 años hubiesen requerido más de 40 leyes reglamentarias o adecuaciones a las normas federales o locales cuyos plazos fueron establecidos con precisión en los artículos transitorios. Pues bien, aunque sea difícil de creer, en 50% de los casos no han sido expedidas aunque su plazo ya venció. Dicho de otra manera, los legisladores incumplen con las obligaciones que ellos mismos se imponen, impidiendo así la puesta en marcha de las reformas o disminuyendo su eficacia. Otra vez, esta conducta no es privativa de los gobiernos sin mayoría. Para muestra un botón. En 1990 se modificó el artículo 36 de la Constitución para establecer el Registro Nacional Ciudadano. Un transitorio estipuló que mientras éste se creaba, los ciudadanos debíamos inscribirnos en los padrones electorales. Después de 22 años seguimos rigiéndonos por ese transitorio.
La segunda es matar las reformas por la vía de los hechos pues no se proveen los recursos institucionales, materiales y humanos para hacerlas valer. Es fácil otorgar a las policías facultades de investigación, pero difícil y costoso prepararlas para esa tarea. No tiene dificultad incorporar a los derechos fundamentales el derecho a la alimentación, pero es complicado erradicar la pobreza alimentaria. Es sencillo establecer que la justicia será expedita, pero complejo hacer practicable este principio.
Finalmente, en México se tiende a confundir una “buena” Constitución con un buen gobierno y a pensar que una “buena” Constitución es condición de posibilidad de un gobierno eficaz. No es así. Las buenas normas pueden amparar las acciones de un gobierno pero no mucho más. Hemos tenido mejores o peores gobiernos independientemente de la Constitución reformada bajo la cual han operado. Lo cierto es que la mayoría de los problemas de una sociedad se pueden enfrentar sin modificar sus constituciones.
Si las reformas no han resultado ser mecanismos eficaces para hacer realidad los derechos, para limitar a la autoridad y para impulsar políticas públicas que conduzcan al crecimiento, la justicia y el bienestar, ¿por qué entonces tanto empeño en reformar la Constitución? No hay una respuesta clara. Una de ellas, la más favorecida, es que al dar rango constitucional a una norma se asegura su inamovilidad. El argumento no tiene asidero si pensamos que los artículos de la Constitución han sido modificados 555 veces. La supuesta rigidez de nuestra Constitución —dos tercios de ambas Cámaras y la mayoría de las legislaturas de los estados— no ha sido impedimento para su constante modificación. Por ejemplo, sólo el artículo 73 ha sufrido 61 reformas.
Otra explicación es que a través del reformismo los legisladores justifican su trabajo y se comunica la idea de un Congreso eficaz. Una más es que “la enorme inversión de energía social y de acuerdos políticos para hacer posible reformas se explica por una sentida aspiración social que desea, casi con desesperación, encontrar solución a los problemas que aquejan su cotidianidad y busca un modo de vida mejor” (José Roldán). Por último, habría que considerar seriamente la idea de que las reformas constitucionales son muy abundantes porque el costo de aprobarlas es muy bajo y porque los propios legisladores no se hacen cargo ni de sus implicaciones ni de su viabilidad.
A los legisladores les agrada la idea de venderse como progresistas y abanderados de las mejores causas aunque sepan que buena parte de las reformas serán irrealizables.
Hay una dosis de irresponsabilidad en esta conducta de constituir el mundo normativamente sin hacerse cargo de la realidad.
Las múltiples reformas han terminado por producir un texto constitucional plagado de inconsistencias, sin coherencia interna, falto de articulación y disfuncional.
Por ello habría que discutir, como afirma Héctor Fix Fierro, si a cinco años de que se celebre el centenario de la Constitución de 1917 no valdría la pena cerrar el ciclo de las reformas para dar paso a la elaboración de un texto que recoja lo mejor de nuestro patrimonio constitucional y lo plasme en un documento moderno, sistemático y representativo, que nos permita avanzar a una nueva etapa de nuestra evolución constitucional.
María Amparo Casar. Profesora-investigadora del CIDE. Es editorialista del periódico Reforma. Este artículo está basado en el capítulo introductorio al libro El reformismo constitucional en la era de los gobiernos sin mayoría, de próxima aparición, escrito y coordinado por la autora e Ignacio Marván (CIDE). La investigación fue patrocinada por el PNUD.
1 Para estos años no hay datos disponibles en Cámara de Senadores.
2 Hasta 1988 la dominancia del PRI en el Congreso y la disciplina partidaria eran de tal magnitud que las tasas de aprobación de las iniciativas del presidente y de su partido rebasaban el 95%.
3 La electoral, la del sistema de justicia penal y la de seguridad nacional. Todas del 2004.
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